jueves, 5 de junio de 2014

ÁNGELA ( AITOR HERAS RODRÍGUEZ )


Nuestro nuevo colaborador es Aitor Heras Rodríguez, y como no podía ser de otra manera nos sentimos muy orgullosas de incorporarlo a esta familia pequeña pero fuerte y grande de espíritu, un Cuervo más para llenar vuestras noches tranquilas en perturbaciones mentales inexplicables.

Os hacemos una breve presentación del mismo, esperamos que disfrutéis del relato y acordaros de leer con la luz tenue, pues ahí es dónde más cómodo se siente el miedo…



"Aitor Heras nació en Madrid el uno de noviembre de 1979. Es licenciado en Filología Árabe por la Universidad Autónoma de Madrid. A los 18 años empieza a tocar la batería, actividad que compagina con la escritura. Actualmente es el batería de STORENGO,(http://reverbnation.com/storengo; https://www.facebook.com/Storengomusica?ref=ts&fref=ts),  grupo de rock de Fuencarral, en el que toca con su tío.


Vive con su mujer, Nicoleta, con la que se casó en 2011, en San Sebastián de los Reyes. Actualmente está escribiendo su primera novela, de género fantástico."




ÁNGELA

La cerradura giró cuatro veces. Después, el chasquido que indicaba que se podía entrar en casa. Ángela atravesó el umbral sorprendida por el silencio reinante. Por la hora que era, las niñas deberían estar haciendo los deberes. Martín, con toda seguridad, estaría en su estudio, desgranando en su ordenador portátil, tecla a tecla, su nueva novela.
Estaba cansada. El día había sido horrible. Uno de los pedidos más grandes de esa semana se había perdido en un naufragio en el Océano Índico. Hubo que buscar un proveedor de urgencia, que se comprometió a entregar cincuenta mil plumas estilográficas, previo pago de un más que generoso suplemento por la rapidez. Ese pedido era ya dinero perdido, aunque podría proporcionar un nuevo cliente, así que no era tan negativo.
Lo peor fue la crisis de nervios que padeció Florián, el gerente, la persona menos indicada para afrontar una o para sobrellevar la presión que exigía el cargo. Nadie lo comentaba, pero todos sabían que su nombramiento, al jubilarse su antecesor en el cargo, Conrado Iglesias, no tenía nada que ver con sus méritos o aptitudes para el puesto. Se debía sólo a su matrimonio con la hija de Conrado. El día que lo hicieron oficial, Ángela se acercó, estrechó su mano, le dio la enhorabuena y se fue al baño, en el que lloró durante largos y amargos minutos, hasta que acabó destrozando una papelera a patadas.
Lo primero que hizo fue prepararse un té negro, el cual adoraba por encima de todas las cosas. No importaba cómo hubiese ido el día, de qué humor se encontrase, si estaba triste o cansada, su té y sus besos a sus hijas y su marido eran rituales sagrados que no se dejaban de celebrar a diario por ninguna razón.
El calor de la bebida le reconfortó. El primer trago caldeó su cuerpo, helada como estaba. Tenía dentro de sí lo más crudo del invierno. El frío le había llegado hasta los huesos, pero la infusión y el chaquetón gris, que no se había quitado, le permitieron sacudirse el gélido abrazo que la había envuelto.
Dejó la taza en el fondo de la pila. Ángela colgó el chaquetón en el perchero que había a la entrada de su casa. Poco a poco fue notando como su temperatura corporal aumentaba, mientras dejaba su maletín en el lugar de siempre, a la derecha del sillón orejero en el que solía sentarse, ya fuese para leer, escuchar música o ver alguna película con Martín.
La tranquilidad que se respiraba, lejos de resultarle placentera o agradable, la desasosegaba por completo. No era normal que a esas horas no hubiese nadie en casa. Pudiera ser que su marido hubiese decidido salir con sus hijas, así que recorrió todas las habitaciones en busca de alguna nota que le hubiese podido dejar. Entró de nuevo en la inmensa cocina, en la que ya había estado, sin prestar atención. Miró en la isla central, pero allí no había ningún trozo de papel. Un somero vistazo por la encimera arrojó el mismo resultado. Pasó al salón. Los dos únicos lugares en los que Martín podría haber dejado algo para ella era la enorme mesa de comedor, justo al lado del  frutero de cristal o encima de la cómoda en la que guardaban la vajilla y la cubertería que usaban cuando venía algún invitado. Nada tampoco. No se le ocurrió dónde más podría buscar.
Decidió no darle importancia. Se asomó a la habitación de las niñas, en donde todo estaba como siempre. Las camas con sus edredones de Peter Pan la de Paula y de la Sirenita en la de Lucía. El escritorio rosa perfectamente ordenado. Sus pijamas doblados. Todo tal y como recordaba haberlo dejado por la mañana.
La puerta del despacho de Martín estaba abierta. Por el enorme ventanal se veía el cielo gris de diciembre. Sobre la madera, pulimentada a la perfección, del escritorio de caoba, el ordenador portátil de su marido descansaba cerrado en el centro geométrico del hermoso mueble, donde, aparte de la principal herramienta de trabajo de su marido, reposaban también un taco de folios en blanco, un bote con unos pocos bolígrafos negros, azules y rojos y una revista de historia. La silla permanecía alineada con la mesa, debajo de ésta, señal inequívoca de que la ausencia de Martín no era momentánea.
El tono plomizo del cielo daba un aire triste al día. Ángela quiso pensar que, aunque no era normal que su familia no estuviese en el momento en que llegaba del trabajo, tampoco era tan descabellado. Aunque trató de recordar algún día en que hubiese pasado lo mismo, sin conseguirlo.
Entonces decidió leer. La lectura era una actividad que siempre le había relajado. Se tumbó en la enorme cama que compartía con su marido desde hacía años y alargó el brazo hacia su mesilla, en donde reposaba un ejemplar en tapa dura del último libro de Paul Auster.
Le costaba concentrarse. No tanto por la preocupación que pudiese sentir, como por lo anormal de la situación. Las palabras se amontonaban en su cabeza, sin un principio o fin definidos, lo que le impedía dar sentido a las frases que leía. Al mismo tiempo, no entendía el por qué de su agitado estado de nervios, lo que la intranquilizaba aún más.
Respirando hondo varias veces, con el libro ya descansando en su regazo, llevó a cabo un auténtico ejercicio de voluntad para tratar de relajarse. Poco a poco, y no sin esfuerzo, su respiración se ralentizaba, y el intermitente pinchazo en las sienes que había empezado a sentir fue remitiendo. Acabó quedándose dormida, con las reflexiones de Paul Auster descansando sobre su pecho.

*  *  *

Ángela se despertó con lentitud. Le llevó unos segundos ser consciente de en qué lugar se encontraba, hasta que reconoció frente a sí la lámina enmarcada del Beato de Liébana. Se incorporó hasta quedar con la espalda apoyada en el cabecero de la cama. Mirando a través del ventanal pudo comprobar que el cielo invernal se  había despejado por completo, lo que permitía a la luna verter su resplandor plateado por el jardín. El centenario sauce llorón que crecía en él era como un espectro, con sus ramas mecidas por el viento.
Se esforzó para tratar de escuchar algún sonido, pero el silencio, espeso, denso, casi sólido, invadía toda la casa.
Se levantó sin preocuparse de volver a colocar los cojines sobre el colchón. Salió al pasillo sin encender la luz, era capaz de moverse completamente a oscuras. Tras recorrer todas las habitaciones, se dio cuenta de que estaba todo igual que cuando llegó. No había rastro alguno de su familia.
En el salón se acercó a su maletín, que seguía en el lugar en que lo había dejado. Lo abrió con pausa y sacó su teléfono móvil. Después de comprobar que no tenía llamadas ni mensajes, se sorprendió a sí misma pensando en que algún detalle de la pantalla era distinto. Ahí seguía la foto de Martín con sus hijas en un día de playa, con los iconos habituales superpuestos, la agenda, el organizador, todo. Aun así, sabía que algún sutil detalle era distinto, aunque no acertaba a comprender cuál podría ser.
Llamó a Martín. Al esperar que sonasen los tonos, lo que oyó en su lugar fue una locución indicando que el número marcado no estaba en servicio. Extrañada, pulsó de nuevo los dígitos, sólo para escuchar el mismo mensaje. Extrajo entonces de su maletín una pequeña agenda con las tapas de cuero, en la que había tenido la precaución de pasar una tarde apuntando todos los números. Comprobó el de Martín. Empezaba a dudar de su mente. Marcó de nuevo, concentrándose en cada tecla, para escuchar otra vez la frustrante voz grabada.
El nerviosismo empezó a adueñarse de ella en ese momento, agarrando su corazón con gélidos dedos de metal. Lo que era una incertidumbre dominada y manejable empezó a tornarse en aprensión, en una aceleración de la respiración, en un ligero temblor de las manos. Empezó a percibir la ausencia de su familia como algo extraño e inexplicable. Por primera vez en mucho tiempo no supo qué hacer,  quién recurrir. Sus suegros habían fallecido y Martín no tenía hermanos. Llamar a la policía era absurdo, sabía que le dirían que hasta que no hubiesen pasado veinticuatro horas desde la última vez que había visto a su marido e hijas, no harían nada.
La única conclusión a la que pudo llegar fue que les había pasado algo de camino a casa, volviendo de la escuela. Si así había sido, no había nada que pudiese hacer, salvo esperar.

*  *  *
Ángela estaba sentada en el sofá, agarrando con fuerza su teléfono, hasta el punto de que los nudillos se le habían tornado blancos. La luz de la luna seguía regando con su resplandor el espectral sauce llorón que se erguía en el jardín. Miraba por la ventana como el viento mecía las ramas del majestuoso árbol. Había conseguido calmarse un poco, frenar el temblor de sus manos, pero su cerebro seguía arrojando imágenes del monovolumen familiar volcado. O volcado y ardiendo. O ardiendo y estampado contra un árbol. Con su familia dentro, gritando de dolor mientras las llamas lamían sus ropas y su carne después. Sólo con un gran esfuerzo conseguía estar sentada. Hasta que la paciencia y el nerviosismo se apoderaron de ella. Caminaba en círculos por el salón, con el móvil en la mano. Llamó de nuevo a Martín, sólo para escuchar la misma voz femenina. Estaba contemplando la pantalla cuando se dio cuenta de qué había cambiado. Ahora que lo veía no lograba entender cómo no lo había visto antes. En el lugar en que debía aparecer la hora había un enorme vacío, en el que se veía un trocito del sol que iluminaba el paisaje que aparecía de fondo. Entró en el menú con rápidas y certeras pulsaciones de sus dedos, para configurar el reloj. Por más que buscó, no encontró la manera de hacerlo aparecer.
De repente necesitó saber qué hora era. Fue a la cocina, para mirarla en el microondas que estaba allí. O que debería haber estado. En su lugar, la encimera vacía y sucia, como si algo encima hubiese impedido limpiar ese trozo por mucho tiempo.
Fue en ese instante cuando empezó a dudar de su propia mente. Cuando empezó a preguntarse si no estaba volviéndose loca. Deseó, por encima de todo, que Martín estuviese con ella, para rodearla con sus brazos, para decirle que todo estaba bien, que no había nada por lo que preocuparse. El peso de la soledad la aplastó contra el suelo, al tiempo que las paredes se cerraban sobre ella, como una celda aprisiona a quien en ella entra por primera vez.
Ya no sabía qué hacer. Lo único que quedaba era irse a la cama, tratar de dormir, para que el nuevo día trajese noticias.
Al abrir la puerta de su dormitorio, tuvo que ahogar un grito en su garganta. Estaba vacío. La cama, la cómoda, la lámina del Beato de Liébana. Todo había desaparecido. En vez de ello, sólo había suciedad. En la pared se veían los cambios de color  que quedan al descolgar los cuadros. Las cortinas estaban desgarradas, manchadas de salpicaduras que, a la luz de la luna, eran negras.
Y las páginas de periódicos. Esparcidas por el suelo, alfombrando la habitación. Alguna enteras, otras rotas. Ángela no tardó mucho en darse cuenta de que formaban una espiral desde la puerta, que estaba en una esquina de la estancia, hasta el centro. Se agachó y cogió la primera. Sus ojos se abrieron como nunca en su vida, al tiempo que las fuerzas le abandonaron por completo, convirtiendo sus brazos, piernas y dedos en una masa gelatinosa y laxa. Recordaba a la perfección la foto de ella misma que estaba contemplando. Era de las vacaciones en Viena, el verano anterior. Una cálida sonrisa, sin llegar a ser plena, dibujaba en su rostro una expresión de comedida felicidad. No se dio cuenta pero, mirando la foto, se dibujó en su rostro la misma sonrisa. La cual se congeló cuando leyó el titular. “Un mes sin saber de Ángela”. La noticia informaba de que la policía llevaba casi cinco semanas buscando, sin éxito, a Ángela Díaz, de cuarenta y cinco años, desde que su marido hubiese denunciado su desaparición. En el momento de la publicación, el redactor indicaba que la última vez que alguien la había visto fue a la salida de su trabajo, en el centro de la ciudad.
Se quedó helada, mirando su propio rostro. No podía procesar la información que acababa de recibir. A pesar de ser una mujer preparada y acostumbrada a tratar con imprevistos en todas las facetas de su vida, su cerebro no estaba preparado para lo que acababa de leer.
La hoja resbaló entre sus dedos, para acabar a sus pies. Cayó del revés. Contempló entonces la larga espiral que conducía al centro geométrico de la habitación. Cogió otra al azar. La noticia era parecida a la que acababa de leer. Lo único que difería era el tiempo en que no habían sabido nada de ella. Según el texto, seguía sin haber indicios sobre su paradero. Todo ello debajo de la misma fotografía de su rostro.
Dejó de leer. Sus manos temblaban, mientras su psique trataba de encontrar una explicación lógica. O ilógica. No se le ocurría cómo todo eso podía ser cierto, si estaba en su casa en ese preciso instante.
Algo le llevó a coger otra hoja. A esta le faltaba la esquina inferior derecha. Debajo de la misma foto, la que ya empezaba a aborrecer, una crónica firmada por un tal Darío Durán hablaba del hallazgo de un cuerpo en avanzado estado de descomposición, escondido entre unos setos, al pie de una carretera, a pocos kilómetros de la casa en que, en ese momento, Ángela sentía derrumbarse todo su mundo. Según indicaba la noticia, había “indicios suficientes para pensar que el cuerpo pudiese pertenecer a Ángela Díaz, desaparecida hacía más de un año”.
Para algo así no estaba preparada. Nadie puede estarlo. Renunció a tratar de encontrar una explicación. Su mente fue ya un torbellino de emociones. Miedo. Negación. Ira. Dolor. Ni se planteó la posibilidad de que todo fuese un error. O una broma.
La luz, que provenía de una bombilla sucia, enrollada en un casquillo que colgaba del techo, comenzó a titilar. En los momentos de oscuridad, ésta era total, por lo que el movimiento se veía fragmentado, como los dibujos que se hacen en las esquinas sucesivas de una libreta, para darles una vida efímera.
La última página, en la que desembocaba la macabra espiral, la que marcaba el centro de la habitación, aguardaba. Parecía mirarla y desafiarla, retarla a desgranar su contenido de palabras sin explicación.
Ángela se sentó en el suelo. Tomó el pedazo de papel y lo dejó descansar en su regazo. Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad empezó a leerla.
“... la autopsia confirmó que el cadáver encontrado en las afueras es el de Ángela Díaz, de cuarenta y cinco años en el momento de su desaparición. Concluye así una larga búsqueda policial, centrándose ahora la brigada asignada al caso en averiguar el móvil y autoría de la muerte de la mujer, la cual, por lo que ha trascendido, no se ha debido a causas naturales…”.

No lloró. No gritó. En vez de ello, una risa histérica y demente surgió de lo más profundo de su estómago, para rasgar el silencio. Se levantó, sujetando aún la hoja de periódico.

Fue al salón. Los muebles habían desaparecido, a excepción del sofá, en el que tantas noches ella y Martín habían compartido confidencias. Se sentó con la mirada perdida. Así permaneció largos minutos, tan llenos de vacío. Y fue entonces cuando lo vio. A cada lado de donde estaba sentada, una oscura mancha de color óxido decoraba los cojines, que una vez habían sido blancos y ahora estaban sucios. La sangre había caído por el respaldo del sofá, empezando donde habían estado las cabezas de sus hijas. Entonces se levantó, sólo para contemplar una mancha similar en el cojín en el que había estado sentada. Y se acordó de la primera novela de Martín. Se había llamado “Un disparo certero”. Y recordó la gráfica descripción que su marido había hecho del efecto de un disparo en una cabeza humana a medio metro de distancia. Y recordó cómo su marido le había confesado como había sobornado a un empleado del cementerio para que le dejase disparar en la cabeza a un mendigo sin identificar, que había muerto de frío, para comprobar lo que una bala hacía en un cráneo. Y recordó la pistola que había comprado. Y recordó.