por Aitor Heras Rodríguez
Padre estaba muerto. A
pesar de que había sido un accidente, la culpa empezaba a atenazar su estómago.
No deseaba hacerlo, en el fondo le quería. Es cierto, siempre era muy duro con
él, muy exigente, pero era su padre.
¿A quién
trataba de engañar? Lo cierto es que había fantaseado con ese momento muchas
veces en su imaginación. La gente no le conocía como él. Fuera de casa daba la
imagen de ser un hombre bueno, clemente y compasivo. Un buen vecino siempre
dispuesto a ayudar a los demás con lo que necesitasen, mientras que su viejo y
cansado cuerpo lo permitiese. Ellos no vivían con él. Dentro de los muros de esa
prisión que Padre llamaba hogar salía a flote el tirano que había en su
interior. Un anciano lleno de rencor ante una vida, la suya, que tocaba a su
fin y se escapaba entre sus dedos. Un hombre malvado que proyectaba su ira
hacia quien tenía más cerca de sí.
Esa mañana, la que sería la última que
pasaría sobre la faz de la tierra, se comportaba de manera muy impertinente. Le
hizo preparar una merienda para luego no comerla. Le obligó a limpiar su
taller. Fueron sus palabras las que desencadenaron la discusión que acabó con su
cuerpo tirado en el suelo, sobre un charco de la sangre que se escapaba por la
fractura en su cabeza.
—Padre, ¿algún día me dejarás salir de
casa?
No había terminado de pronunciar esas
palabras cuando la mirada del anciano se tornó torva, una amenaza inyectada en rojo.
Se dirigió a él con lentitud, como siempre que se movía, y le golpeó en el
brazo con el martillo que sus frágiles dedos empuñaban. Al igual que en las
demás ocasiones en que Padre había empleado la violencia contra él, no sintió
dolor. Al menos físico. Sí en su interior, por la violencia y el odio que su
mera existencia parecía despertar en aquel anciano que le había dado la vida.
Desconocía la razón de ese comportamiento y eso llenaba su pecho de tristeza.
Ahora él estaba muerto, un concepto que
le resultaba vago pero conocido. Tenía que salir de allí. Tarde o temprano algún
vecino o cliente se daría cuenta.
Fue a la habitación de Padre. Abrió el
armario en el que el anciano guardaba su ropa. En el espejo de cuerpo entero
que había en la puerta contempló su desnudez desde su elevada estatura.
Entonces rebuscó entre las ropas de él hasta que dio con una capa negra de tela
basta, con una útil capucha. Se la puso sobre los hombros para probársela. Pudo
constatar que la prenda llegaba hasta el suelo y que cubría hasta sus pies.
*****
Aunque el sol se había
puesto hacía algo más de una hora, no se había atrevido a salir de su casa.
Miraba por la ventana hacia la calle, apartando la cortina lo justo para poder
echar una ojeada sin ser visto. Había decidido empezar una nueva vida en el
exterior pero, en el último momento, sintió cómo el miedo atenazó su cuerpo. Se
quedó petrificado mientras empuñaba el pomo de la puerta.
La sangre bajo la cabeza de Padre ya se
había coagulado. El olor a muerte había empezado a adueñarse de la casa. Sabía,
por los libros que el anciano le había dejado leer, que el cuerpo no tardaría
en desprender un hedor insoportable.
Si no hubiese
sido por las incontables horas de lectura se habría vuelto loco. Ellos habían
sido su único contacto con el mundo exterior. En sus páginas había descubierto
el amor y el dolor, las enfermedades, todos los rincones de un mundo que
pensaba que nunca iba a explorar.
La luz de la
luna atravesaba el cristal para bañar el salón con su resplandor blanco. Se
posó en los ojos abiertos e inertes del cadáver de Padre. Cuando su mirada se
cruzó con ellos se vio inundado por una oleada de terror atávico, fruto de la
comprensión de lo que había pasado, de que no existía la posibilidad de
retroceder en el tiempo y deshacer lo que ya estaba hecho. Se estremeció ante
esos globos que la muerte había cristalizado. Eso le ayudó a tomar la decisión.
Cuando salió
el aire fresco golpeó su rostro rígido. Cerró los ojos para dejarse llevar por
una sensación que era nueva para él, la de no encontrarse rodeado de paredes.
Aunque la calle estaba desierta y no se percibía la presencia de miradas indiscretas
se subió la capucha de la capa para cubrirse el rostro por completo. Miró a un
lado y a otro y el pánico ante lo desconocido se adueñó de él de nuevo. No
tenía ni idea de qué rumbo debía tomar. No conocía la ciudad en la que se
encontraba, apenas recordaba el nombre. Sin saber por qué optó por caminar
hacia su derecha.
La noche era
tranquila. Sólo las ratas habían decidido abandonar sus moradas en busca de
comida al abrigo de la oscuridad nocturna. Sus chillidos agudos le resultaban
desagradables, hasta el punto de llegar a taparse los oídos para evitar
escucharlos. Los percibía como algo
antinatural, salido de un lugar que no era el suyo.
El miedo que
sentía se mezclaba con la curiosidad. Todo lo que sus ojos veían era nuevo para
él. Contemplaba con avidez cada ladrillo, cada recoveco, cada charco de la
calle. Su mirada se movía sin cesar de un lado a otro, tratando de aprehender
cuanto fuera posible.
Las hermosas
casitas habían dado paso sin que se percatase a otras de aspecto grisáceo,
bañadas en una pátina de miseria. No sabía cuánto tiempo había caminado,
embebido de todo el mundo exterior que estaba descubriendo. No le gustaba el
aspecto del barrio en que se encontraba. Hasta los olores habían cambiado.
Ahora eran agrios, fuertes, desagradables, y se pegaban en el fondo de la
garganta para no irse. Las ratas parecían haber aumentado de tamaño. Sus
ojillos rojos se clavaban en él durante unos instantes, hasta que sus dueñas
echaban a correr a lugares más oscuros, húmedos y apacibles.
Lo que más le
asustaba era el denso silencio reinante. Jamás habría podido imaginar que el mundo
exterior fuese tan silente, cuando había leído tanto sobre la música y las
voces de los humanos. Toda esa quietud pesaba sobre él como un manto de
desesperación, como si la capa que llevaba hubiese sido fabricada con miedo en
vez de con tela.
Hasta que una
voz le hizo regresar a la realidad.
—¿Quién eres?
¿Te has perdido?
Frenó su
caminar en seco, sobresaltado y atemorizado. No había pensado en la posibilidad
de encontrarse con otra persona a esas horas de la noche. Giró la cabeza hacia su
derecha. Se encontró con una mujer sentada en el suelo. Parecía mayor, aunque
su voz, juvenil y recia, no casaba con su apariencia. Tenía el rostro sucio,
rodeado por un cabello largo y descuidado, cuyo color era imposible discernir
por la ponzoña que lo cubría y por la oscuridad en que la mujer se había
refugiado.
Dio tres pasos
hacia atrás, hasta que su espalda topó con un muro. Intentó encogerse dentro de
la capucha, mimetizando su cara con las sombras que ésta parecía sangrar. La
mujer se levantó aunque no quiso acercarse a él lo más mínimo.
—Tranquilo, no
quiero hacerte daño.
Algo le dijo
que sus ojos expresaban algo distinto a sus palabras. La desconfianza se adueñó
de él.
—¿Qué quieres
de mí?
La mujer
inclinó la cabeza y dibujó una expresión beatífica.
—Sólo quiero
ayudarte. Pareces perdido —habló mientras daba un par de pasos hacia él, sin
internarse en su zona más cercana—. ¿Cómo te llamas?
Después de
sopesar decidió darle esa información.
—Me llamo…
—¡Ahí está esa
malnacida! ¡A por ella!
Los dos se
sobresaltaron. Ella sintió cómo la vejiga se le vaciaba. Intentó agarrar de la
mano a su nuevo amigo, pero éste la retiró en un acto reflejo.
—¡¡¡Corre!!!
Ella no le
esperó. Emprendió la huida sin mirar atrás. El segundo que tardó él en
reaccionar le sirvió para ver a
la oscuridad que bañaba el extremo de la calle vomitar a dos personas, dos
hombres muy parecidos entre ellos, malcarados, de barbas largas y melenas
anárquicas. Sus miradas torvas, como las de un animal, o como él imaginaba que
debía de mirar un animal, fueron el acicate para sus piernas, que emprendieron
idéntico camino que la mujer.
Mientras
corría sus pasos resonaban casi como pisadas de caballo. Sus pies descalzos
golpeaban la fría y húmeda piedra. De vez en cuando echaba la vista atrás, sólo
para comprobar que sus perseguidores le ganaban terreno.
Allí estaba
ella. La vio correr con dificultad. Los dos rufianes no tardarían en darles
alcance. Así fue. Pero, para su sorpresa, le sobrepasaron y le ignoraron, como
quien atraviesa una nube de humo.
Al llegar a la
presa, el más alto de ellos tiró hacia atrás de sus ropas, lo que hizo que la
mujer cayera al suelo de espaldas. Sin pronunciar palabra comenzaron a moler su
cuerpo a patadas y pisotones. Un par de veces pudo oír el chasquido de algo que
se quebraba, acompañado de los gritos de dolor que profería la desdichada.
—Así
aprenderás a robarle a la gente, zorra.
Sólo pusieron
fin a la paliza cuando comprobaron que ella no se movía ni emitía ruido alguno.
Entonces, sin importarle los dos ojos atemorizados y casi infantiles que les
contemplaban empezaron a desnudarla. No tardaron en acabar, dejando su cadáver
yaciendo en el suelo, sobre un charco de sangre. Mientras saqueaban el cuerpo
reían de manera frenética.
Un chispazo en
la cabeza. Un segundo en que todo, dentro de ella y ante sus ojos, fue blanco.
Sintió lo mismo que en el preciso instante en que había propinado el fatal
empujón a Padre. En ese momento la verdad le fue revelada, la certeza de que
cuando le había hecho caer deseaba hacerle daño, sentía la necesidad de
castigar su ira y su crueldad. Supo que quería matarle.
Sentía lo
mismo.
Se acercó a
los dos hombres, tan sucios y desharrapados como la mujer. Estaban acuclillados
al lado del cuerpo de ella, examinando las pocas pertenencias que habían podido
arrancarle. Cuando se percataron de su presencia se levantaron y se encararon
con él.
—¿Quieres
acabar como ella? Más te vale largarte de aquí si no quieres recibir.
Entonces le
cogió de la cabeza e hizo presión con sus dedos. El hombre empezó a gritar
hasta que el cráneo reventó y un torrente de sangre y materia gris se vertieron
sobre sus hombros y sus ropas. Cuando el último hálito de vida desapareció,
arrojó el cadáver descabezado con fuerza contra el empedrado, en el que quedó
tendido como un muñeco.
Clavó entonces
sus ojos en los del otro asaltante. El miedo había descompuesto su rostro en
una mueca atroz de pánico. La capucha se agachó hasta situarse frente a él.
—Largo de
aquí.
No le hizo
falta más para salir despavorido de allí. Le observó perderse engullido por la
oscuridad del callejón.
Se agachó al
lado del cadáver de la mujer. Había sido la primera persona en su vida que le
había tratado con algo distinto al odio y la crueldad. Acarició su rostro,
desfigurado por el dolor con el que había abandonado el mundo. Siguió su camino
tras depositar un leve y suave beso en sus labios.
*****
Las luces se veían a
lo lejos. Para llegar a ellas había que descender por un camino empedrado, en
cuyos charcos la luz de la luna se reflejaba, como si el satélite hubiese
estallado en mil pedazos que hubieran quedado diseminados por el suelo.
Hacia allí se dirigió, llevado más por
la curiosidad que por otra cosa. No tardó en percatarse de que su destino era
el puerto. Cuando alcanzó el paseo que bordeaba el agua pudo ver que, a pesar
de la hora de la noche que era, la zona estaba llena de vida. De las muchas
tabernas que jalonaban el camino brotaban gritos y risas y algún que otro ruido
de violencia bañada en alcohol. La multitud de prostitutas más o menos
cubiertas de ropa, que ofrecían sus servicios, un mundo de posibilidades para
el placer, parecían cernirse sobre él como hambrientos perros de presa sobre
una despistada liebre.
Una sensación que no supo describir
comenzó a adueñarse de él. De repente deseó estar entre las cuatro paredes de
la casa que había abandonado.
—¿Qué te pasa, tienes miedo de las
mujeres? ¿Acaso no eres un hombre?
Un coro de roncas voces femeninas
respondió con risas al comentario de la prostituta, que le señalaba con un dedo
acusador y mirada jocosa.
—¡Ven aquí, muchachote, que te vamos a
hacer un macho entre todas!
Echó a correr, mientras trataba de
dejar atrás los cientos de ojos que pensaba que se estaban clavando en su nuca.
A su derecha las olas rompían contra las quillas de los barcos amarrados en los
malecones.
Vio de reojo un callejón oscuro, en el
que penetró a toda velocidad. Al instante todo el ruido del puerto desapareció,
como si hubiese viajado a varias millas de allí.
Se dejó caer. Permaneció sentado tras
unas cajas de madera en las que varios peces se pudrían sin remedio. El llanto
no tardó en aflorar, alimentado por el miedo y por la terrible y opresiva
sensación de soledad. Sólo quería volver a casa. Pero no podía. Allí seguiría
el cuerpo de Padre, en el que las moscas habrían ya empezado a pulular.
El estrépito producido por una puerta
que se abrió a su derecha, al final del callejón, donde la oscuridad parecía
ser algo sólido, llamó su atención. La negrura escupió a una mujer y un hombre.
Ella vestía un vestido de un color indeterminado en esas circunstancias.
Llevaba sus pechos al aire. El hombre se deleitaba mientras los estrujaba con
unas manos enormes. Caminaban hacia la salida del callejón. Él trató de hacerse
lo más pequeño posible. No quería tener contacto con nadie.
La mujer gritó. Eso hizo que se
sobresaltase. Una rápida mirada le sirvió para darse cuenta de que era su
presencia lo que lo había provocado. Antes de darse cuenta el hombre ya le
había levantado del suelo mientras ella tapaba la desnudez de su busto. El
marinero le lanzó un fuerte derechazo, que impactó en su rostro. El grito de
dolor le heló la sangre a la mujer.
—¡Joder, mi mano!
No se había percatado de que, con el
impacto del enorme puño, la capucha había caído, dejando al descubierto su
rostro asustado.
—¡Dios mío! ¿Qué eres?
La asustada mujer echó a correr, al
tiempo que él la perseguía. No llegó muy lejos. Justo en el punto en que la
callejuela conectaba con el puerto le dio alcance. Tiró de su pelo, haciéndola caer
de espaldas en el suelo. Siguió gritando, lo que estaba consiguiendo crispar
sus nervios. Deseaba hacerla callar.
Se sentó a horcajadas sobre su pecho y
le tapó la boca, presionando con fuerza. Permaneció impasible a las
convulsiones de ella, sólo dio importancia al hecho de que había cesado de
gritar. Cuando apartó la mano de su rostro, éste presentaba unos ojos muy
abiertos y llenos de terror.
El golpe que le hizo irse al suelo vino
desde la izquierda. Impactó en su cabeza con una fuerza brutal. Cayó para
encontrarse al instante rodeado por la asfixiante presa de una red de pesca.
Forcejeó con la malla unos momentos, hasta que se dio cuenta de que era inútil.
Estaba atrapado.
—¡Lo tengo! —gritó una voz recia y
varonil—. ¡Ha matado a Isabella!
—¡Dadle su merecido a ese bastardo!
—aulló una mujer.
Dos marineros
borrachos empezaron a golpearle con barras de hierro. No sentía dolor alguno,
pero decidió quedarse inmóvil, a la espera de que se cansaran. El metal no
dejaba de chocar contra su cuerpo rígido. Sintió cómo se quebraba en varias
partes.
No tardaron en
darse cuenta de que el hombre al que martirizaban a base de golpes no se movía
ni daba muestras de dolor. Cejaron en la labor de moler su cuerpo a palos.
—¿Por qué no
se retuerce de dolor?
—No lo sé.
Saquémosle de la red.
Retiraron la
malla, todos en alerta ante la posibilidad de que el asesino tratase de huir.
Para su sorpresa se quedó tendido en el suelo, sin moverse. Los dos hombres que
le habían propinado la paliza le levantaron con brusquedad, sujetándole por las
axilas, lo que hizo que la capucha se deslizase por su cabeza para caer contra
su espalda.
Las mujeres
gritaron horrorizadas en un coro que parecía ensayado. El rostro de los marineros
palideció al instante, hasta semejarse con la luna llena que brillaba en el
cielo. Ante ellos una cara esculpida en madera, cuyos ojos marrones, en
apariencia inmóviles, les contemplaban con ira. Los dos tornillos que mantenían
la mandíbula sujeta sobresalían un par de centímetros.
De un fuerte
tirón rasgaron la capa. Su desnudez quedó al descubierto. Todo su cuerpo, una
tosca talla en el mismo material, fue visible ante los aterrorizados ojos de la
multitud allí congregada. Carecía de rasgos definidos, sólo un bloque para el
cuerpo y los cuatro miembros, con articulaciones.
Se hizo el
silencio en el puerto, el cual se rompió de la misma manera súbita en que se
había posado allí.
—¡Quemadlo!
¡Al fuego con él!
No lo
pensaron. Le ataron las manos a la espalda y le llevaron a empellones hacia una
pila de tablones, restos del desguace de algún viejo barco pesquero. Uno de los
pescadores más jóvenes, borrachos y pendencieros, Enzo, tuvo la idea de
romperle las piernas a patadas. La madera se astillo y se quebró no sin
esfuerzo. Los tornillos de las rodillas salieron despedidos.
Depositaron al
hombre de madera encima de los tablones, mientras la multitud clamaba por el
fuego. Fue el propio Enzo, crecido, foco de todas las miradas por un día, el
que encendió la tea que habría de acabar con la vida de aquel monstruo, del que
nunca quisieron saber su nombre. “Pinocho” habría sido la respuesta si le
hubiesen preguntado.
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