A lo largo de mi
vida no me han repugnado todos los insectos, solo los bichos, por lo que más
que entomofobia podría decirse que padecía de bichofobia. Pero, ¿cuál era la
diferencia entre bicho e insecto? Según esa nueva biblioteca de Alejandría
llamada internet la diferencia clave entre unos y otros era la posesión de
piezas bucales especiales para absorber jugos. Sin embargo, para mí la
diferencia se encaminaba más hacia lo visual. Un insecto era un ser que a
simple vista parecía majete e inofensivo: por ejemplo, una mariposa o una
hormiga; pero una hormiga pequeña, nada de esas cabezonas y rojas que te
muerden cuando tienen ocasión.
Creo que fue de niño
cuando comenzó este pánico hacia los bichos, por aquel entonces vivía en Cádiz
y contaba con unos diez u once años de edad. Recuerdo que una madrugada de
verano mi hermano pequeño, con quien compartía habitación, me despertó para
hacerme partícipe de una inquietante noticia: «Algo se
mueve por el suelo». Pensé que quizá todo era fruto de una pesadilla, pero
no. Efectivamente, cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, una sombra
ovalada de casi medio palmo iba da acá para allá reptando a sus anchas entre la
penumbra. Al encender la luz del dormitorio mis peores temores se hicieron
realidad. Allí estaba ella, parda y robusta, con unas antenas que casi
sobrepasaban el tamaño del resto de su cuerpo. Ante mí se encontraba la
cucaracha más grande que había visto en mi corta vida. Miré a mi hermano y él
se encogió de hombros con esa expresión en la cara de «tienes
que matarla». Pero, joder, ese maldito bicho era enorme. Por un momento me
sentí como un soldado de una de esas viejas películas de ciencia ficción, tipo «La humanidad en peligro» o «Tarántula», que se encaminara resignado junto con su
pelotón para hacer frente a la amenaza de algún tipo de insecto mutado por
radicación atómica. En fin, no me quedaba más remedio que vencer mis temores y
hacer frente a la temible criatura, pues yo era el hermano mayor y debía ser un
ejemplo de entereza, fortaleza y valentía. Pero claro, si en el cine de serie B
los sufridos humanos se valían de armamento para prestar batalla a tan temibles
criaturas, ¿por qué no iba a estar legitimado ya para hacer lo mismo sin perder
mi hombría? Entonces recordé el bote de insecticida guardado en el mueble del
lavadero de la cocina, que por suerte era específico para matar cucarachas;
nada más y nada menos que cucal. De esta manera pasé al lado de la abominación,
la cual me ignoraba porque se sabía superior, y puse pies en polvorosa en busca
del arma. Me sentí poderoso con
el insecticida en mis manos, como el rey Arturo empuñando la espada Excalibur tras
arrancarla de la roca o el mismísimo dios del trueno blandiendo el mítico
martillo Mjölnir. Pero aún me sentí mejor cuando agité el bote y comprobé que
al menos quedaba la mitad. Sí, ahora yo tenía el poder de Grayskull y ese ser
horrendo del inframundo podía darse por jodido. Ya de nuevo en la habitación,
bien agitado el bote de cucal y desprovisto de su tapa, espolvoreé el veneno
sobre la criatura y «Sayonara, baby». Yo respiraba aliviado con una sonrisa
entre bobalicona y triunfal. Pero lo más importante fue escuchar los aplausos
de mi hermano, lo que significaba un nuevo triunfo para mi ego. Fue mi momento
de gloria a lo Andy Warhol. Gloria, por otro lado, muy perecedera.

Tras disiparse la
polsaguera de insecticida, y para mi más absoluta desdicha, el monstruo seguía
allí, vivo y meneando sus antenas. Mi enemigo había pasado del color terroso al
gris ceniciento a causa de la metralla venosa que se había incrustado en su
armazón, luciendo como un tanque de guerra que hubiera sobrevivido a un
bombardeo. Aunque lo peor de todo era que tras mi ataque había captado su
atención. Pero no me importaba, la artillería pesada había fallado y era el
momento de emprender otro tipo de batalla distinta: el cuerpo a cuerpo. Ya
estaba preparado con mi zapatilla en la mano para aplastar al engendro cuando,
ante mi sorpresa, empezó a bufar y a elevarse en las alturas mientras alteaba
sus alas con frenesí. Sí, después de todo aquel maldito bicho no era tanque
sino helicóptero, uno grande y de combate. Hasta entonces mis escasos
conocimientos sobre la fauna autóctona del canguelo me llevaba a pensar que eso
volar era propio de avispas o moscardones. Pero no, aquella maldita cucaracha
se me echó encima desde las alturas como el mismísimo Drogon en su ataque a
Desembarco del Rey.
Desconozco quién gritó primero, si mi hermano
o yo, pero era evidente que la estrategia de mi enemigo había funcionado para
ganarme en su envite psicológico. No sé cómo, durante mi huida despavorida,
logré hacerme con una camiseta que zarandeé hasta, con más suerte que pericia,
atizar un golpe mortal a la amenazada voladora. «¡Mátala!», gritaba mi hcsdermano
cuando el bicho pataleaba bocarriba y medio aturdido en el suelo. En ese
instante recuperé mi zapatilla con intención de acabar definitivamente a la
abominación cuando ésta se dio la vuelta. Le aticé un golpe tan fuerte como mi
brazo de niño me permitió, pero no lo suficiente como para espachurrar a ese
demonio. ¿Cómo esa cosa era tan fuerte? ¿acaso había salido de las cloacas del
planeta Krypton? Lejos de matar a la criatura la había enfurecido aún más.
Había quedado
patente su superioridad y yo, siendo por entonces un pobre preadolescente, era
el claro ejemplo de la decadencia del ser humano frente a la naturaleza. Entonces
decidí que, si no podía acabar con ella, la expulsaría de mi hogar. Tras armarme
de valor, le arrojé por encima la camiseta y la envolví. Todo ello antes de la
nueva embestida aérea que preparaba. Claro, podía haber sacudido el trapo por
la ventana, pero, ¿quién no me aseguraba que aquel ser inmundo no volvería a
tratar de entrar como el niño vampiro de El Misterio de Salem´s Lot? No,
tendría que usar una solución aún más drástica. De esta manera corrí hasta el
cuarto de baño, con el monstruo luchando por abrirse paso a través de la trampa
de algodón que lo envolvía entre mis manos, levanté la tapa del inodoro, sacudí
la camiseta y tiré de la cadena. Ahí debería de haber terminado todo, con el bicho
ahogado como el mismísimo Jason Voorhees en el lago de Crystal Lake. Pero al
igual que sucediera con el famoso asesino de la máscara de hockey, la cosa no
iba a ser tan fácil. Exhausto me había dado la vuelta camino de mi dormitorio
cuando un bisbiseo escalofriante se sobrepuso al sonido de la cisterna. No
hacía falta que me girara para averiguar la naturaleza de aquel sonido, era el
bufido de la bestia que había sorteado su fatal destino y regresaba de entre
las aguas para cobrarse su venganza. En ese momento cerré la puerta del aseo y
salí corriendo a mi habitación.
Al día siguiente la
cucaracha había desaparecido sin más. ¿Dónde había ido? Quizá decidió escapar
por las tuberías para, pasados unos años, aparecer convertida en una especie de
Kaiju japones, de esos que siempre acaban tocándole la moral a Godzilla. Quizá
nunca abandonó el cuarto de baño y decidió esconderse en la oscuridad que le
confería algún recoveco con el fin de devorarme ante mi más mínimo descuido. Afortunadamente,
jamás pasó ni una cosa ni la otra, pero ese miedo racional o irracional a los
bichos quedó latente en mi subconsciente de por vida.

¿Y por qué contar
todo esto? Pues porque semanas atrás, dentro de esta especie de apocalipsis del
AliExpress que nos ha tocado vivir en los últimos años —donde la humanidad ha
sido asediada por pandemias, guerras, desastres naturales y hambrunas—, he
asistido a un nuevo y desconcertante capítulo en este desorden mental mío —uno
de tantos— al que llamo bichofobia; ni más ni menos que la plaga de chinches
cuyo epicentro parece estar ubicado en Francia. Hasta el diario Le Parisien les
había dedicado un artículo en el que los llamaba «los vampiros bajo las sábanas». Si durante años la pesadilla de París fue la proliferación de
ratas, desde meses atrás la capital francesa estaba haciendo frente a una
invasión de chinches. La alarma mediática empezó cuando se hicieron virales
varios vídeos que mostraban a estos bichos pululando en las butacas del cine.
Más tarde sucedió lo mismo con los asientos del metro y de algunos trenes de
cercanías. Hasta tal punto llegó la situación que las autoridades se vieron
obligadas a cerrar dos escuelas. La propagación de estos parásitos a pocos
meses de los Juegos Olímpicos en París había desatado la psicosis, no solo
entre nuestro país vecino sino entre el resto de los estados europeos. «La plaga de chinches llega a España: ¿se convertirá en un problema en Francia», así versaba el titular que
aparecía en el diario español 20 Minutos el pasado 17 de octubre. En la noticia
se indicaba que La Asociación Nacional de Empresas de Sanidad Ambiental había
advertido que la presencia de estos insectos se trataba de un problema
emergente en casi todo el mundo, que ya afectaba a España. Incluso un
científico del CSIC decía que estos molestos insectos llevaban con nosotros
varios años y que cada vez había más. Por otro lado, los entomólogos comentaban
que estos bichos tenían la facultad de plantarse en cualquier lugar del mundo
en menos de 24 horas debido al turismo y transporte de personas. Ósea, yo sin
un céntimo ni para viajar a Torremolinos y aquellos seres eran capaces de
marcarse viajes internacionales para extender su prole por el mundo. Pero lo
que más me inquietó fue leer que esas criaturas se estaban volviendo inmunes a
los insecticidas, como la maldita cucaracha de mi infancia.

Aquello me sobrepasó.
Tras asimilar el contenido del periódico, y como buen bichocondriaco, no podía
evitar sentir un cosquilleo por todo mi cuerpo. En ese momento consulté al gran
oráculo de nuestro Matrix, Google, en busca de respuestas. Desde luego los
chinches no podían ser tan peligrosos como las cucarachas, pues de ellas
siempre se había comentado que podrían resistir hasta una guerra atómica;
incluso existía un animé titulado Terraformars donde unas cucarachas
evolucionadas con pinta de humanoide plantaban cara a los seres humanos en el
futuro. «Muere un preso en Georgia (EEUU) comido por las chinches» narraba un
titular de la edición digital de laSexta noticias aparecido en mayo de este
año. Casi me caí de culo al leer esto. No, no podía ser cierto. Bueno, o quizá
sí, en América pasaban esas cosas. Vaya, parece ser que finalmente, como buen
superviviente de una peli de serie B tendría que prepararme para lo que se
avecinaba. Entonces volví a buscar la palabra plaga en internet y descubrí con
pavor que los mosquitos que transmitían la malaria habían matado a 52.000
millones de personas del total de 108.000 millones que vivieron a lo largo de la
humanidad; que las hormigas, en la llamada marabunta, se reunían desde que el
mundo ere mundo en colonias de hasta 20 millones de individuos y avanzaban en
masa para arrasar con todo lo que encontraban a su paso; que con el comienzo
del nuevo curso escolar volvía también una de las mayores pesadillas de los
padres año tras año, los malditos piojos: de hecho, un titular indicaba que a
una niña de Texas le habían encontraron 15.000 piojos en la cabeza —joder,
¿llegaron a contarlos? ¿acaso los padres de la pequeña piojosa ambicionaron con
arrebatar el puesto de ilustre coleccionista de parásitos cabelludos al mítico
Bob Marley? —, y otra niña en Tucson, también en EEUU, había muerto a causa de
la anemia causada por una infestación de esos malditos parásitos, lo que había
supuesto que la madre fuera acusada de delito grave de maltrato infantil. Por
si fuera poco, también me enteré, gracias al diario 20 Minutos, que un hombre
murió en Ourense —mierda, ¿en Ourense? Eso está en España— tras ser atacado por
un enjambre de avispas velutinas originarias de Asia —joder, ¿de Asia? ¿cómo
llegaron has aquí? ¿Acaso llegaron en avión como los malditos chinches de Francia?—.
No, no era posible, todas las especies de bichos se habían aliado para acabar
con los seres humanos: avispas, cucarachas, chinches, hormigas, piojos…

Entonces, al borde
del colapso y la desesperación, me saltó una noticia de una web llamada
xataca.com que me devolvía la esperanza: «Estamos viviendo la gran extinción de
los insectos (y por mucho que te asqueen, es mala noticia)». ¿Era mala noticia?
¿por qué iba a ser mala noticia que se pudran en el infierno los malditos
bichos que han matado niños y presos en USA o a un pobre vecino de Ourense? Empecé
a leer el artículo para satisfacer mi curiosidad: «Existiendo hasta 30
millones de especies, los insectos no son solo plagas. Son cruciales para el
planeta y nuestro suministro de alimentos. Pero cada año, la cantidad de
insectos que sobrevuelan, se arrastran o excavan en algunas partes del planeta
se reduce. "¿Y por qué son tan importantes las moscas?”, se preguntarán
algunos. Pues porque sin ellas no habría chocolate y tampoco helado, porque
polinizan tanto el cacao como las plantas que alimentan a las vacas lecheras
(…). Las poblaciones abundantes de insectos son vitales por muchas razones, que
van desde la forma en que sustentan el suministro de alimentos del mundo hasta
la forma en que crean flores a través de la polinización. Aunque la mayoría de
nosotros preferiríamos no encontrarnos con muchas de las criaturas más
diminutas del planeta, no se puede subestimar su papel en nuestras vidas». Nada,
seguro que era todo mentira, tenía que serlo. ¿Quién me decía a mí que el tipo
que escribió aquellas líneas no había sido coaccionado de alguna manera por
algún puñado de insectos a cambio de no ser devorado? ¿Debía entender de
aquella lectura que los verdaderos bichos de este planeta éramos los seres
humanos? Ni de coña.
Decidí dejar de leer
paparruchas sobre insectos para centrarme en otras noticias del mundo: «Rusia
realiza un simulacro de ataque nuclear masivo», versa un titular de Euronews. ¡Por
supuesto! Quizá, cuando Putin dejara de matar a sus vecinos de Ucrania podría
hacer frente a las hordas de bichos que trataban de destruirnos como especie
dominante. «Corea del Norte lanza dos nuevos misiles balísticos», se leía en
otro titular de El País.
Kim
Jong-un, otro gran bastión para la causa de los humanos. Claro que sí, el dictador
gordito, ese que era tan simpático con su pueblo —tenía que serlo si siempre
aparecía en los vídeos rodeado de compatriotas suyos, todos risueños y
felices—podía ser otro gran aliado para la causa de la humanidad.
Me quedé más
tranquilo, los seres humanos a lo largo de la historia hemos matado a millones
de otros seres humanos —60 millones en la II Guerra Mundial, 20 millones en la
I Guerra Mundial, 2 millones en la conquista europea de América, 5 millones en
las Cruzadas, 8 millones en la Guerra de los Treinta Años… etc.—. Sí, éramos el
jodido depredador supremo de este planeta, ¿acaso nos íbamos a amilanar por un
puñado de criaturas minúsculas y asquerosas?
De repente escuché un
zumbido y levanté la cabeza de mi portátil. ¿Qué sucedía? No, no era posible.
Ahí estaba, alada y peluda, con su mirada caleidoscópica que parecía retarme.
Muchos la habrían calificado como una simple y molesta mosca, pero yo sabía que
era algo más. Sí, se trataba de una avanzadilla espía que me mandaban las
legiones de bichos invasores. Como en mis viejos años de cazador de cucarachas,
tomé en mano mi zapatilla y me aproximé al enemigo con sigilo. Aquella hija de
satanás no sabía con quién se había metido. Yo era un ser humano, el auténtico
depredador dominante de este planeta, y como tal solo yo podía asesinar y
destruir.

Fuentes:
Antena3.com, Clarin.com, 20minutos.es, bbc.com, nationalgeographic.com,
xataca.com, elperiodico.com, euronews.com
Fotos: Pinterest.com,
Apple TV.com, Huffpost.com, lavanguardia.com
Artículo escrito por
Pablo C. Millán