Aquí tenéis el relato ganador del Concurso de Relatos para Autores Noveles que lanzamos a mediados de noviembre y se cerró a final de enero. Por motivos personales dentro de los cuervos, no hemos podido subirlo antes, por lo que lamentamos la demora en subirlo, pero aquí lo tenéis. El relato ganador fue por mayoría de votos «El primer avistamiento de Kirqoth» de Damián Araujo. No fue una decisión sencilla, pero la mayoría del jurado creyó que el este relato merecía ser el ganador. Os dejamos el propio relato de Damián, acompañado de la ilustración propia que realizó nuestra cuervo María Pizarro del mismo.
«El primer avistamiento de
Kirqoth» de Damián Araujo
Ilustración realizada por María Pizarro para el relato:
«El primer avistamiento de Kirqoth» de Damián Araujo
La noche anterior a la muerte de mi padre, Enrique, y de mi
mejor amigo, Gamaliel; había tenido una pesadilla. Con certeza, la más
sobrecogedoramente cruda y repulsiva ensoñación de mi insignificante existencia
que, de cierta forma, acabó convirtiéndose en una horrenda premonición.
Deambulaba en la hediondez de una fosa que daba la sensación de ser tan antigua como el nacimiento de nuestra estrella. Temblaba perdida en una laberíntica oscuridad, hundiendo los pies descalzos en tierra húmeda, casi viscosa. Soplaba una brisa implacable que erizaba cada vello de mi cuerpo desnudo. Sentía miles de ojos clavados en la piel, miradas de criaturas ocultas en las sombras recorriéndome con perversa curiosidad y lujuria.
Escuchaba coros recitando cantos apagados en lenguas desconocidas para los hombres, que recordaban a aquellos de las iglesias del Medioevo. Tenía una sensación repugnante que me recorría desde la garganta hasta el estómago, aunada al presentimiento de estar aproximándome a la puerta del infierno, donde algo macabro me aguardaba deseoso, pero paciente.
No sabía adónde iba. No me podía detener ni correr en otra dirección. Algo me estaba llamando. Yo simplemente acudía, sonámbula.
Mi periplo a través de la fosa fue largo y monótono, hasta llegar al lugar al que había sido convocada por un ente verdaderamente poderoso. Al acercarme percibí ante todo su imponente malignidad. Entonces lo vi.
Era un ser atroz que cuadruplicaba el tamaño de un hombre adulto. Se erguía en dos reptilescas patas, envuelto en el color de los demonios. Su respiración recordaba al rugir de un dragón. Estaba impregnado de una esencia a azufre, muerte y descomposición. Ostentaba una cornamenta de búfalo y dientes de cocodrilo. Sus seis caprinos ojos blancos parecieron reconocerme. Sonrió cálidamente mostrándome los colmillos sedientos de carne y sangre, anhelantes de bramidos de almas consumiéndose.
Con su garra derecha me mostraba la cabeza de mi padre, sin ojos ni lengua, atravesada en las cuencas por una asquerosa serpiente negra que asomaba su cráneo por la boca abierta. Con la garra izquierda sostenía la cabeza sin ojos ni mandíbula de Gamaliel, su lengua colgando cuan larga era, cubierta de un líquido pardo y pegajoso.
Estaba dispuesto a engullirme en su oscuridad. Hacía morbosos gestos con su lengua ofidia. No podía despertar, por más que lo intentaba. Él se burlaba. Con sus dientes desgarraba la carne de la faz de mi padre. Yo no podía apartar la mirada. Él se regocijaba de mi desesperación. Abrió su fétida boca y me obligó a ver cómo masticaba el cráneo. Una. Y otra. Y otra vez. Triturando los huesos. Salpicándome con un espectáculo de sangre y fluidos viscosos.
Intenté despertar. Lo único que conseguí fue un funesto episodio de parálisis del sueño en el que aquella cosa se asomaba por encima del cabezal de mi cama y me contemplaba satisfecho. Cuando estuve a punto de entregarme, se detuvo.
Con la llegada del alba había concluido mi tormento. O eso creía. Me incorporé. Tomé el teléfono y vi la hora: eran veintitrés minutos pasadas las cinco de la madrugada. Me levanté de la cama y caminé hasta el baño. Me lavé la cara con agua fría. Todavía veía las imágenes perturbadoras de la pesadilla cada vez que cerraba los ojos. Aún me sentía acechada por aquella presencia desagradable. Incluso podría jurar que escuchaba a lo lejos los espantosos cantos corales.
Volví al cuarto. Tomé el teléfono, me puse los audífonos bluetooth y ahogué las alucinaciones con playlists de música cristiana y pop alegre de Spotify. Canté y bailé hasta el cansancio. Me distraje viendo gente hacer tonterías en TikTok, hasta que todo el incidente quedó parcialmente olvidado.
Cuando salió el Sol por completo, bajé las escaleras y comprobé que seguía teniendo la casa para mí sola. Mi padre había salido la noche anterior a casa de un amigo suyo que vive al final de la calle a emborracharse con cualquier pretexto y aún no había llegado. Pensé que volvería en el transcurso de la tarde-noche y le resté importancia.
Gamaliel vino a visitarme por la tarde con la urgencia de contarme una pesadilla que tuvo. Me invadió una desagradable corazonada. Retrospecciones de mi propio martirio ocuparon mis pensamientos. Sacudí la cabeza. Decidí reservármelo todo y, fingiendo poco interés, le pedí que me contara. Me costó mucho aparentar que el relato no me dejó con la sangre helada.
En su sueño, mi padre estaba en un rancho de latón reunido con los más humildes de la colonia, orando de rodillas frente a un cuadro de la virgen de Guadalupe, iluminado por fantasmagóricas velas. Mi padre se percató de algo inusual: una figura negruzca de prominentes garras intentaba envolver a María en un siniestro abrazo. Intentó comunicar lo que veía a los presentes y no tuvo éxito.
Cuando volvió a mirar el cuadro, la mancha había engullido a la virgen por completo. Mi padre palideció. Entonces fue inmovilizado por un culto de cadáveres podridos que gruñían como bestias moribundas, vomitando cucarachas y gusanos mientras lo asfixiaban hasta la muerte. Por último, lo decapitaron y lo ofrecieron como sacrificio y alimento para aquella monstruosa deidad suya: el Kirqoth.
Desearía jamás haber escuchado ese nombre. A partir de ese momento la palabra resonaba ininterrumpidamente dentro de mi cabeza. Volvían a mí los ojos blancos, los cantos del culto, las cabezas de mi padre y mi amigo… Aquella noche fui con Gamaliel hasta la casa donde nos esperaba en la oscuridad, como me ordenó. Escuché cómo cumplió su voluntad, quebrándole los huesos y devorándolo con enfermizo placer. Luego acepté el mismo destino.
Artículo escrito por Jesús Mesado Sánchez e ilustración de María Pizarro
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