viernes, 28 de junio de 2024

Cita con el Destino

Hoy tenía una cita con el Destino. Sin embargo, cuando me incorporé en aquel colchón que ya no era solo mío, lo primero que hice fue mirar a mi derecha, estableciendo prioridades. Como siempre, mi felicidad estaba allí. Sonreí sin proponérmelo porque ese gesto siempre salía mucho antes de que fuese consciente de ello, y acaricié su espalda desnuda con la devoción que solo ella merecía. Lo hacía con mucha delicadeza, no porque pensase que su piel se fuese a quebrar, sino porque no quería despertarla todavía. Era un día duro para ella, siempre lo era en estas fechas porque temía por mí.

          Me levanté casi sin mover las sábanas mientras las abandonaba, alcancé la ropa que se quedó desparramada por el suelo la noche anterior y me recogí el pelo. Pero no, hoy no me iba a vestir con eso, hoy tocaba el traje de guerrera. Hoy tocaba los pantalones anchos, la camisa de cuadros y las pinturas de rayas rojas, rosas, naranjas y blancas. Hoy tocaba la bandera arcoíris atada al cuello como capa de heroína. Hoy tocaba acordarme de todas aquellas personas que me dijeron: «¿Eres bollera? No se te nota» poniéndome un cartel que lo decía con todas las letras. Hoy tocaba luchar.

          Pero no sin un café. Eso era sagrado y tomarlo con mi recién declarada esposa más todavía. Como siempre, se despertó en cuanto se olió la tostada, y no de forma figurada. Ese día, solo ese día, me dedicaba una mirada opacada por la sombra del miedo antes de sonreírme como si no pasase nada. Nunca me prohibió nada a pesar de sus experiencias y se lo agradecía, pero esos ojos aterrorizados por mí, pensando si este año volvería a casa como todos los anteriores o si me tendría que ir a buscar al hospital si a alguien se le iba la cabeza, hacía que siempre dudase entre irme o quedarme con ella.

           Voy a estar bien le susurré tras dejarle el plato en la mesa. Después, le besé la frente. Ya sabes que hay mucha seguridad y no voy sola. Helena y Cris van conmigo.

          No he dicho nada. Y no lo dijo, pero se aferró a mi cintura como si fuese a salir volando.

          No hace falta. Te conozco añadí con la sonrisa boba que trae consigo el orgullo de una misma.

          Me encanta que me conozcas. A lo mejor debería ser un poco más enigmática, ya sabes, para añadirle emoción a la cosa y que no te vengas tan arriba.

          Ya quisieras, guapa. Te tengo calada. Le guiñé un ojo y ella, al igual que en la primera cita, se sonrojó. Y sé que te pongo mogollón con ese gesto.

          Y también sabrás lo que te va a tocar luego, cuando vuelvas sudada, oliendo a toda la humanidad de la ciudad y con dolor de pies.

          ¿Una ducha y un polvo por provocarte con estos ojos lascivos? Asintió con una sonrisa de oreja a oreja. ¿En ese orden?

          Pervertida… Tú vuelve a mí, a salvo, y ya discutimos el orden luego.

          No puedo negar que me pasé todo el desayuno y el rato hasta que mis amigas llegasen charlando con ella de cosas divertidas para que se sintiese mejor, aunque no con demasiado éxito. Lo comprendía, porque en su primera manifestación tuvo la mala suerte de encontrarse con un grupo LGTBIfóbico contramanifestándose y se llevó unos cuantos golpes e insultos antes de que la policía los redujese y se los llevase detenidos. Curiosamente, ese día fue el que nos conocimos porque yo fui quien dio la voz de alarma y se la llevó a la carpa de primeros auxilios. Lo único que demostraba aquello es que el yin y el yang existían, y que de lo feo podía surgir lo más bonito.

          Desde entonces, algo que le preocupaba mucho era no volver a estar presente en esos actos, siendo una menos en una masa que podría ser muy, muy grande si todos fuésemos valientes, pero ella no lo comprendía por mucho que se lo explicase. A veces, la valentía y la grandeza no estaba en llevar una bandera, sino en vivir la vida sin esconderse, en escribir un libro donde dos chicas se enamoran, en colgar vídeos del viaje de transición, en decirle a tus padres que tienes dos parejas o en hablar bien alto en una reunión familiar cuando escuchas la palabra «maricón». El orgullo se llevaba siempre dentro, no era cosa de un día, o un mes.

          Y tú, mi vida, eres mi mayor orgullo le dije con todo el amor que pude reunir en ese momento, que era infinito. No tienes que estar en la calle hoy si no te sientes segura. Otros muchos días caminas conmigo de la mano y eso es muy valiente.

          No lo había pensado así.

          ¡Pero si te lo digo todos los años!

        Ya, y todos los años me dices eso también cuando me hago la tonta. Se levantó y acortó las distancias conmigo, haciéndola casi inexistente. Gracias, cariño, todos los años viene bien escucharlo. Siempre me das mucha seguridad.

          Cuando estuve a punto de besarla, sonó el portero de la casa. Muy a mi pesar, alcé la vista y busqué con la mirada la pequeña pantalla que me decía que mis amigas habían venido a buscarme. Hice un mohín, fastidiada por haber sido interrumpida en el mejor momento, y me acerqué al telefonillo para avisar de que bajaba en seguida. Antes de irme, mi mujer se tomó un momento para observarme entera, asegurándose de que no me faltaba nada, y me dejó ir después de atar la bandera al cuello correctamente, meterme el móvil en el bolsillo y darme ese beso que se quedó pendiente hacía rato. Cuando salió a despedirme, me dio una cachetada en el culo que me hizo sonreír y ponerme cachonda a partes iguales, y me miró con sonrisa picarona hasta que me perdió de vista en el ascensor.

          Yo sabía que para ella no era fácil dejarme ir en un día así, que era un acto de amor verdadero que hacía solo y exclusivamente porque era yo quien se lo pedía, y por eso agradecía tener a mi lado a la persona que tenía. No podría haber tenido más suerte de encontrar a alguien que quería poseerme libre y dejarme ser con ella. Joder, por ella estaba dispuesta a ir al fin del mundo, ¿por qué no a una guerra de pancartas y cánticos que me asegurase que nuestro matrimonio seguiría siendo legal en la siguiente legislatura?

      Por eso, me reuní con mis amigas y, ataviadas con los ropajes tan estrafalarios y lésbicos que llevábamos, nos dirigimos al frente de guerra esquivando las balas de las miradas recelosas por el camino, a pecho descubierto, sin trincheras de por medio en las que poder resguardarnos, hasta que nos reunimos con el resto del pelotón formado por el catorce por ciento de la población española. Nos armamos con nuestras pancartas, cargamos las metralletas bucales con frases pegadizas y reivindicativas, y nos dejamos la voz peleando por lo que no se puede cambiar, por tener derecho a ser como se es desde que se nace. Esa era nuestra cita con el Destino.

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