viernes, 29 de octubre de 2021

Pepito Grillo

Relato escrito por Óscar Lamela Méndez

A lo largo de la vida y de los siglos, se ha dicho que todo ser humano tiene una dualidad que divide su alma en dos porciones homogéneas. El ying y el yang, blanco o negro, Jekyll and Hyde. Pero ¿Y si hubiera casos en los que ese dúo simplemente no existe? ¿Sería una deformidad o como decían los antiguos, una posesión? Juzguen ustedes mismos ante la historia que va a servirse a sus pies con la mayor humildad sangrienta que por supuesto se merecen.

Podría decirse que la vida de Trevor fue condicionada por las casualidades de la vida y no por las casualidades. Bajo los ardientes focos que rodeaban la pista central de «El circo de los prodigios», en plena gira por Las Hurdes españolas, la mujer barbuda y el lanzador de cuchillos de aquel espectáculo mediocre, concibieron a nuestro protagonista después de una función espectacular y digamos que, una dosis desmesurada de excitación. Era tradición en aquella familia de artistas que, después de cada espectáculo, se reunieran alrededor de un gran fuego para cenar y comentar sus actuaciones. Marisa era la mujer más hermosa que jamás vio el padre de Trevor y en cada una de aquellas noches se iba enamorando de ella sin remedio alguno. Su pelo era como el fulgor que dejaban las brasas de una gigantesca fogata, curvas prominentes y unos labios perfilados que competían con sus ojos verdes a ver quién era el que destacaba más en aquella cara rosada y suave a pesar de su bello realzado. Su padre, Jack, hacía todo lo posible por exhibir sus músculos frente aquella mujer cada vez que montaban la pista central, pero ella no le hacía ningún caso…Hasta aquella noche.

Los aplausos, las carcajadas y los vítores que rodeaban aquella gigantesca carpa en la penumbra que caía como chuzos de punta sobre la tierra extremeña, era el típico escenario de una película de serie B; sabías que algo iba a ocurrir. Nada bueno. Marisa, salía por una de las lonas por donde los artistas iban directamente hacia sus caravanas después de una actuación memorable; el azar hizo el resto. Un par de jóvenes con más de dos litros de cerveza en el cerebro salieron a mear en plena actuación del escapista Vittorio «El grande».

—Joder, Chus. ¿De dónde cojones has sacado ese jersey tan feo? Dime que no te lo has comprado tú.

—Ha sido mi puta abuela, gilipollas. Entre la vejez y su daltonismo no se da cuenta de las mierdas que compra. Mi madre me ha obligado a ponérmelo hoy —afirmó este, mientras terminaba de liarse el segundo porro que se fumaban desde que salieron del barrio.

—Me tiene que pagar mi madre para salir con eso puesto —dijo su amigo Cris entre carcajadas.

En ese momento, ambos chicos se cruzaron, ¿por azar?, con la mujer barbuda. Chus le dio un codazo sin querer por pura inercia, cuando pasaron entre la pequeña oscuridad que había desde la carpa central hasta la zona donde los artistas descansaban.

—¡Joder, ten más cuidado! —contestó la mujer.

Cris, al verla de nuevo y bajo el influjo de las primeras caladas y la cebada, se descojonó en su cara señalándole la barba con absoluto descaro.

—Perdone señori… Bueno, lo que coño seas —contestó Chus con sorna y secundado por las risas de su amigo.

—Los niñatos de hoy en día os creéis con la potestad de reíros de las personas sin el mínimo de respeto.

—¡Puf! ¿En qué idioma habla la cosa esta, Chus? ‒dijo Cris casi ahogándose por la intensa calada que le dio al porro.

—Vais de hombres por la vida y seguro que solo habéis visto un chocho mientras os la cascáis en casa con una peli porno.

—En serio, Chus, esta tía es muy grande —afirmó Cris sin dejar de reírse—. Parece que se ha comido a un payaso borracho del circo de los horrores mezclado con un cabrero de las montañas.

Sin embargo, a Chus no le hacía ni puta gracia lo que estaba escuchando. Durante toda su adolescencia tuvo que tragar con los machaques continuos de su padre que lo trataba como a una nenaza, porque decía que nunca tenía cojones para nada. Aquel iba a ser el último día. Iba a demostrar a todos que era un macho de los pies a la cabeza, aunque tuviera que follarse a ese puto chivo.

Con los puños apretados y ante la atenta mirada de su amigo, el joven cogió una rama pesada que había bajo un enorme Tejo, el árbol de la muerte, tan típico de aquella forestación extremeña. Cuando la mujer barbuda se dio la vuelta para ignorarles y seguir su camino, se abalanzó hacia ella con una furia desatada.

El primer golpe fue directo a la cabeza. Marisa cayó al suelo como un saco de patatas. La camisa blanca de su amigo se convirtió en un traje de lunares derretidos, al igual que su cara llena de satisfacción. Medio aturdida, la agredida intentó ponerse boca arriba y gritar como una hiena, pero un segundo golpe en la mandíbula la dejó muda y con la boca como si le hubiera dado un aire. Chus se regodeaba viendo su cara de pánico.

—¡Ven aquí, gilipollas! —dijo el agresor pidiendo ayuda a su amigo, que los miraba a ambos con cara de abducido—. Agárrala por los brazos. Voy a enseñarle a este engendro lo que es una polla de verdad.

Cris, aún más aturdido que la agredida, hizo caso a su amigo mientras este se quitaba con avidez la correa del pantalón y la utilizaba de mordaza para acallar los posibles gemidos de desesperación de la mujer.

Los empujones fueron duros y secos, como cuando intentas clavar un clavo a la primera. Chus gozaba como creyó que jamás lo haría. Aquella zorra había dado en la diana, nunca había estado con una chica. Cuando sintió aquellos muslos sobre su miembro, creyó que no aguantaría de la excitación, pero lo hizo. Empezó a embestirla con tanta furia que hasta a su amigo Cris le dio miedo. La pobre Marisa, sin embargo, era como un trozo de papel arrugado. Notaba los movimientos torpes del muchacho, pero no podía moverse, solo le quedaba rezar para que acabara pronto y no se corriera dentro de ella…

Uno, tres y cinco. Al quinto empujón notó como era invadida, pero de repente sintió cómo sus brazos eran liberados y un líquido caliente le caía en la frente. Se temió lo peor, que el tal Cris se hubiera desahogado también en su cara. Abrió los ojos y lo que vio fue algo… un poco diferente. Cris tenía sobre la frente, como si fuera la visera de una gorra, un cuchillo clavado. La sangre imitaba el goteo de un grifo semicerrado y a continuación el cuerpo cayó de espaldas. El violador seguía con su mierdecilla metida dentro y el último gemido que dio no fue precisamente de placer. Marisa lo miró directamente a los ojos con una risa sardónica, detrás de él un machete de veinticinco centímetros le rajaba la yugular como si de papel de fumar se tratara. El manto rojo que empezó a chorrear sobre la mujer barbuda le produjo más placer que la mierda que aquel niñato tenía ente sus piernas.

Un segundo después, los brazos fornidos de Jack apartaron al joven como el granjero que acaba de retorcer el pescuezo de un pollo vivo. Se agachó para ayudar a Marisa a incorporarse y esta, lejos de querer levantarse, utilizó su brazo para tumbarlo encima de ella y besarlo allí mismo. Rodeados de dos cadáveres  y embadurnados de sangre, retozaron como dos animales hasta que ella le suplicó que la hiciera suya. De fondo, la gente aplaudía al escapista Vittorio «El Grande» y los amantes hacían suyos esos aplausos, como si el público ajeno a toda esa barbarie los jaleara durante el acto sexual. Ambos llegaron al clímax en unos minutos y esa noche macabra, solo esa, nació la maldición de Trevor.

«El circo es una gran familia», al menos eso se decía de puertas para afuera. Con la ayuda de los tramoyistas y el consentimiento del director del circo, se deshicieron de los cuerpos de aquellos dos jóvenes que jugaron a ser mayores y se quedaron en la flor de la vida como alimento para Patsy y Ezequiel, dos hermosos tigres blancos que llevaban una temporada sin comer carne fresca.

Tras la búsqueda policial durante meses de los dos jóvenes y no hallar pista alguna, el caso se cerró por falta de pruebas. Solo hubo alguien que estuvo en desacuerdo con lo ocurrido, el ventrílocuo J.R.Conrad. Era el más longevo de entre los artistas y le quedaban unos meses para jubilarse. Vivía solo, con su tétrico muñeco y solo aquel ser inanimado fue testigo de lo que ocurrió la noche en que Jack, inducido por Marisa y por el miedo a ser delatados, simuló su suicidio. A nadie le extrañó, el viejo Conrad era un pobre diablo borracho y sin familia. El circo siguió su gira por toda España, pasó el tiempo y desde aquella noche hasta el día de hoy, ya se cumplían dieciocho años.

Trevor se había convertido en un muchacho muy guapo, simpático y amable. Empezó desde muy abajo, repartiendo publicidad por las ciudades por donde pasaba «El circo de los prodigios» y ayudando a todo el que solicitaba sus servicios durante las funciones. En especial a los trapecistas, porque entre ellos se encontraba una de las criaturas más hermosas que había visto en su corta vida: Corina. Una delicada rosa entre todos los matorrales que rodeaban aquel circo de tres al cuarto.

Era feliz, pero quería algo más.  Aparte de su amor inconfesable por aquella joven, dentro de él sentía que se escondía un talento por descubrir, explorar y por supuesto mostrar al gran público. Su amigo Rober era el único que lo entendía y le animaba continuamente a que llevara a cabo sus sueños, era como su segunda conciencia, una especie de Pepito Grillo.

—Sé valiente Trevor. No dejes que tus miedos te sacudan. Me tienes a mí como ejemplo. Sabes por todo lo que he pasado y a las humillaciones a las que he sido sometido por el cerdo de mi padre. Menos mal que hace años que se fue para siempre.

—Lo sé Rober y no sabes cuánto agradezco tus consejos, pero esto debo hacerlo solo. Hablaré con mis padres.

—De acuerdo. No me entrometeré, pero que no se te olvide mostrarles esa habilidad que tienes que tanto nos gusta a los dos. Me encantaría ver las caras que ponen cuando te vean en plena acción.

Conforme deshacía los pasos que le llevaron al centro de aquella gigantesca carpa, Trevor no dejaba de jugar con sus manos. Un síntoma que denotaba claramente su inseguridad y los nervios que lo atenazaban ante el inminente careo con sus padres. Con determinación, y antes de poner el primer pie sobre los peldaños de aquella caravana desvencijada por el tiempo y de un color hueso casi amarillo, resopló con fuerza y tomó las riendas de su nueva vida.

—Papá. Mamá. Estoy aquí para comunicaros que voy a presentarme ante Steven para ofrecerle mis habilidades. Sabéis de buena tinta las posibilidades que tengo para hacer crecer a este circo y no voy a cejar en mi empeño…

«Así se hace amigo. Duro con ellos. Sé firme.»

—Hijo. Jamás hemos dudado de tu capacidad. Si hasta ahora no te hemos ayudado ha sido por tu «problema». Sabes perfectamente que debes controlar tus «impulsos». No podemos arriesgarnos a volver a abrir la caja de Pandora. Las consecuencias pueden ser catastróficas.

—Aun así, lo voy a hacer. Ya no soy un niño y creo que se me debe el respeto correspondiente. Las alucinaciones desaparecieron para siempre y estoy preparado para enfrentarme a lo que me depara la vida en este circo.

La cara de Marisa no era un poema, sino más bien una antología fusionada de Bécquer y Shakespeare. Era imposible olvidar aquel día oscuro en pleno invierno gallego. «El circo de los prodigios» llegó a Lugo para ofrecer su espectáculo y la primera noche de estreno fue un rotundo éxito. Normalmente, Jane, la ayudante del mago Merlín (original, por los cojones), se quedaba al cuidado del pequeño Trevor que por entonces rondaba los cinco añitos. Aquella noche la niñera decidió dejar un rato al crío solo en la habitación de la caravana jugando con sus Master del universo, mientras ella jugaba a «las casitas» con uno de los acomodadores del circo.

El caso es que en  medio de los desaforados gemidos de Jane y las ganas de su amante por «sentarla en su asiento», el joven Trevor se despertó. Viendo que no podía salir de la pequeña habitación donde descansaba y que el salón estaba ocupado por la lujuria, se encaramó por una de las ventanas y salió para ver por primera vez como funcionaba el circo en plena noche de estreno. Jamás lo olvidaría.

Con su inseparable muñeco bajo el brazo, un horripilante regalo del fallecido ventrílocuo J.R. Conrad al que por desgracia no llegó a conocer, caminó a hurtadillas por aquella gigantesca explanada donde no muy lejos se veía un bosque tan negro como sus pies sucios y descalzos. Se dio la vuelta rápidamente y apartó la mirada de aquel infierno lóbrego que parecía llamarle en susurros. Se escondió detrás de unos barriles que estaban en uno de los laterales de la parte trasera del escenario y desde ahí vio como una decena de componentes del circo corrían de un lado para otro. Bailarinas semidesnudas colocándose sus tutus, payasos maquillándose, malabaristas terminado de limpiar sus bolos y sobre todos ellos, los trapecistas. Allí fue cuando vio por primera vez a Corina.

La niña fue la única que lo vio escondido. Trevor se asustó tanto al verse descubierto, que salió corriendo hacia la caravana para que nadie se alertara de su escapada. Seguramente los amantes ya habrían acabado la faena. Era un crío, pero sabía que sus padres también hacían esas cosas mientras él dormía. De repente, la música, el bullicio de los artistas y el murmullo del público se fundieron a un negro silencio. Hasta el viento dejó de sonar. A lo lejos solo se escuchaba una leve campana que venía de aquel bosque, como no.

Un hormigueo empezó a recorrer los pies de Trevor, y el frio empezó a hacerse más intenso, colándose en los costados de su cuerpo hasta parecer que tocaba su nuca. Un río de luces apareció de entre los árboles, caminaban lentamente y el pequeño no pudo apartar la mirada por más que quiso. El ambiente empezó a impregnarse de un olor muy característico, a cera quemada. «¿Eso son velas? pero ¿están flotando? —se preguntó así mismo apretando contra su pecho cada vez más fuerte su muñeco». Entrecerró los ojos e intentó divisar algo más de aquella extraña aparición. A día de hoy no sabe el por qué  no salió corriendo hacia la caravana.

La luz tenue de aquel coro que murmuraba una especie de rezo, alumbró poco a poco lo que parecía ser una comitiva fúnebre. Cada vela iba portada por  unos encapuchados con túnicas negras. Trevor empezaba a respirar con dificultad y la saliva que tragaba le ardía en la garganta. Esos seres parecían levitar sobre el suelo. Delante de ellos, un joven portaba una cruz y un caldero, mientras que sus pasos eran pausados, como los de un reo a punto de ir al cadalso. Trevor no sabía que era aquello, pero el miedo lo dejó petrificado en el instante en el que aquel chico se giró y lo miró a los ojos. Unas lágrimas cayeron por unas cuencas vacías, mojando sus labios agrietados y que parecían suplicar ayuda. Entonces, y a pesar de su corta edad, Trevor se dio cuenta de que aquella comitiva era un desfile hacia la muerte, y que querían llevárselo a él. Empezó a mearse encima sin control alguno y se giró lentamente para huir despavorido. Conforme lo hacía, vio al joven estirar uno de sus brazos para pedirle ayuda en la lejanía. Sentía en sus adentros que aquel mortal quería cambiarse por él. Empezó a andar lentamente y de pronto una mano se posó sobre su hombro. Las piernas le flaquearon, el sudor de su frente se congeló. Casi acompañó a la orina con un par de amigos sólidos, vamos que no se defecó encima de milagro. No sabía si girarse, cada una de sus extremidades temblaban a mil por hora y un susurro llegó hasta su oído: ¡Ayúdame!

Gritó, y lo hizo como si no hubiera un mañana, y aquella mano se convirtió en dos brazos que lo agarraban y le impedían escapar. Creía que iba a morir, y de repente la voz que escuchó fue la de su madre. Abrió los ojos y efectivamente, la que lo agarraba era Marisa. La abrazó tiritando y llorando sin parar, suplicándole que se lo llevara de allí. Su muñeco estaba en el suelo y en un primer instante le dio igual, hasta que vio que su aspecto había cambiado. Sus cejas pintadas ya no eran rectas, sino en forma de V, y su mandíbula dibujaba junto a su boca una risa diferente. Lo cogió a toda prisa y mientras corría hacia la caravana, dejó a su madre discutiendo con Jane, que salió medio en pelotas y roja como un tomate.

—La próxima vez que dejes a mi hijo solo por un polvo de mierda dejarás de salir a escena, porque te rajaré tu hermosa carita.

Aquello fue lo único que escuchó Trevor mientras iba hacia el refugio de los inocentes: sus sábanas de Star Wars. Respiró profundo y dejó a su muñeco sobre la silla que estaba junto al cabecero de su cama. Fue al armario en busca de su pijama y unos calzoncillos limpios para lavarse y quitarse el pestazo a orina.  Cuando se dirigió al baño, una voz oscura le dijo: «Gracias». Sus ojos y su boca se abrieron como una caja registradora, el corazón retomó el martilleo incesante de segundos antes y cuando se giró vio que su muñeco lo miraba fijamente. No le dio tiempo a reaccionar. Era él, sí, era él el que le hablaba.

«No Dios mío, no puede ser. Estoy soñando. Todo esto es un sueño —afirmó para sus adentros—. Despierta Trevor ¡Despierta!»

—Sí, soy yo Trevor. Y no estas volviéndote loco —dijo aquel ser, como si hubiera leído sus pensamientos—. Gracias a ti he conseguido escapar y ahora podré llevar a cabo mi venganza.

Una risa metálica, como la del conde Drácula de Gary Oldman hizo que hasta los dientes del crío le chirriaran. Su estómago era un volcán en erupción. Aquella pesadilla era real.

Quiso gritar, pero hubo algo de aquel objeto inanimado que le atrajo poderosamente. No sabía el que, pero sus siguientes palabras le convencerían para siempre de que sus destinos estaban unidos.

—No sabes quién soy y por ahora es mejor que no lo sepas. Solo te pediré un pequeño favor: Si guardas este secreto entre nosotros dos, te prometo que te haré el artista más importante de este circo. A cambio deberás hacer algo por mí.

El maldito pacto entre ser y humano hacia acto de presencia. La inocencia, la curiosidad y el temor del chico hicieron el resto.

—¿El qué? —preguntó temeroso.

—Cuando llegue la hora te lo diré.

Pasaron los días, las semanas, los meses, incluso los años y aquel muñeco no pidió nada. Hasta aquel 22 de abril de 1995.

Mintió a sus padres. Aquel día en que les confesó su habilidad no fue la primera de tantas mentiras. Aquella posesión infernal lo tenía atemorizado y no era dueño de sus actos. Junto a las paredes de aquella vieja caravana les mostró como conseguía manipular su muñeco y hablar sin mover un ápice sus labios. Tenía dieciséis años. Estaba destinado a ser el nuevo J.R. Conrad.

—Hola papis de Trevor —susurró tétrica y la vez alegremente el ser de madera—. Soy el muñeco de vuestro viejo amigo el ventrílocuo. Llevo años con vuestro hijo y como sabéis creo que es hora de que veáis sus habilidades.

Marisa y Jack eran dos muñecos de cera. Ni siquiera parpadeaban. Miraban a Trevor y este solo podía sonreír, pero de una forma distinta. Parecía que el muchacho disfrutaba viendo sus caras de terror. Aquella mueca parecía esconder algo, de algún modo malvado.

La respuesta de ambos fue un «No» rotundo. El horror en sus caras era incomprensible para Trevor. El joven no entendía nada. Estaba seguro de que sus padres no sabían que el muñeco tenía vida propia, ¿o sí?

De repente, las luces de todo el circo se apagaron y un grito desgarrador se escuchó desde la zona de la feria. El chico que preparaba aquel rico algodón de azúcar metió la mano demasiado en la máquina y las dos hélices sesgaron su mano derecha, desde la separación de sus dedos índice y pulgar hasta casi el centro de la muñeca.

Los padres de Trevor corrieron hasta el escenario del accidente. La sangre por todas partes, los llantos del chico y aquella mano destrozada fueron una señal, que les heló las venas segundos después. Trevor apareció en medio del tumulto, con la cabeza gacha, los ojos entronados y el muñeco en su regazo. Una voz predominó en sus cabezas por encima de toda aquella locura: «¿Estáis seguros de que no?». Con un gesto de asentimiento por parte de ambos, aquel tema quedó zanjado. Algo o alguien manipulaba a aquella cosa y, lo que era peor, dominaba a su hijo.

Había llegado el momento de aquel extraño muñeco.

Horas más tarde…

—Trevor, ¿te acuerdas de nuestro trato?

—Si —contestó este absorto e ido.

La tarde era plomiza, el aire parecía estar cargado de un olor extraño. Trevor empezó a respirar aceleradamente y creyó que iba a volver a tener las visiones de antaño. No fue así. Solo fue su muñeco el que habló.

—Trevor. Te prometí triunfar y te juro que lo harás, pase lo que pase. Sin embargo, antes necesito una prueba de que estás conmigo en esto. No hay mayor fidelidad que la unión entre el amor y la muerte. Por eso te pido que me des una prueba de vida.

—¿Una prueba de vida? No te entiendo —dijo el chico temblando, y que se temía lo peor.

—Si quieres triunfar debes mostrar lo que vales, y Steven está pensado en meter a un nuevo ventrílocuo. ¿Vas a dejar que ese guaperas de Spencer te quite el lugar que te corresponde y a la chica que amas?

—¿De qué demonios hablas?

Parecía que aquel ser había despertado el interés del joven.

—Eres demasiado ingenuo. Está claro que Spencer va a por Corina. La lleva acosando con sus encantos desde que apareció.

—Yo no puedo hacer nada.

—Y yo solo quiero ayudarte. Piénsalo bien Trevor «El circo de los prodigios» se caracteriza por no representar su espectáculo dos veces en la misma ciudad. Viajamos por todo el mundo y desde aquella noche gallega, jamás se había pisado de nuevo España hasta hoy. Ya nadie se acordará de lo que pasó por entonces, y mucho menos de un idiota que no lleva con nosotros ni dos días. Habla con Stevens. Además me tienes a mí, y a Rober. Nadie mejor que nosotros para hacer que triunfes.

Trevor negaba con la cabeza y la boca de madera de aquel muñeco se abrió en señal de felicidad. El «toc» que hacía el ruido de sus fauces, tensaba los nervios de Trevor pavorosamente. Aun así, solo el pensar que aquel estúpido podía tocar y besar a Corina enfermaba al joven.

La madrugada acompañó a la quietud de aquella velada.  Asomado al precipicio de aquella llanura que separaba el circo de la ciudad, Trevor decidió citarse con Spencer y hablar con él cara a cara de lo que pasaba. Para ello lo engañó y le hizo creer que Corina quería citarse con él a solas, y confesarle lo que sentía por él. Alguien con ese ego no iba a dudar en acudir a la cita. Cuando llegó se encontró lo inevitable…

—¿Qué cojones haces tú aquí, pirado? —preguntó risueño y extrañado Spencer al ver a Trevor en compañía de los suyos—. Tengo una cita privada con Corina, así que más vale que desaparezcas. ¿O es que te gusta mirar? Bicho raro. No entiendo porque cojones vas siempre con ese puto y horroroso muñeco. ¡Vete friki de mierda! —le vociferó conforme le daba un empujón y lo tiraba sobre la arena dura y fría.

—No deberías de hablarle así a mi amigo, Spencer. Y mucho menos insultarle. ¿Es así como tratas a los que son mejor que tú?

—Tiene cojones, y encima me contesta a través de ese feo muñeco —dijo el chico riéndose.

Cuando Trevor se levantó y Spencer vio que, no tenía el muñeco entre sus manos y no movía sus labios, su cara se convirtió en un espasmo de terror.

—¿Qué mierda es esta? Vale, a ver dónde demonios estáis los demás. ¿Es una broma tuya Corina? Venga salid de ahí.

—Aquí no hay nadie Spencer —dijo el muñeco levantándose solo y arqueando una de aquellas cejas tan marcadas—. Trevor solo quiere hablar contigo.

Trevor hacía lo mismo y se incorporaba, limpiándose con parsimonia el polvo de sus pantalones americanos. Acepto los planes de sus amigos, darle un pequeño susto al tonto de Spencer.

—Te sugeriría que fueras inteligente Spencer y te fueras de este circo. Total, llevas poco tiempo y nadie te va a echar en falta. Tienes una vida muy larga por delante. Puedes triunfar en cualquier otra compañía. Aquí ya estamos al completo.

—¿Y eso lo dices tú o tu muñeco, gilipollas? —preguntó este en plan chulesco y yendo a por él.

Trevor estaba casi al borde de la explanada. Temblaba como una ristra de espaguetis mientras los escurren y se quedó bloqueado. Esperando a que aquel enorme chico lo vapuleara o incluso lo tirara por el precipicio. Cerró los ojos y de repente escuchó un grito que sonó como un eco, luego un golpe seco. Luego un susurro: «Ya está Trevor»

Abrió los ojos y vio al muñeco tirado de nuevo en el suelo y con aquel traje negro lleno de polvo blanquecino. Durante el ataque de su agresor su aliado inanimado se interpuso entre ambos e hizo tropezar al aprendiz de Casanova, que cómicamente cayó al suelo y fue rodando hasta precipitarse por la colina como una croqueta en pleno reboce. Cuando Trevor se asomó desde las alturas pudo ver como la cabeza de Spencer se había partido en dos cual melón, dejando los sesos esparcidos por las rocas y parte de la vegetación que lo medio escondía de curiosos. Habían matado a Spencer, y él tenía la culpa de todo. Empezó a llorar de los nervios y a increpar a sus amigos.

—¡Estáis locos! ¡Me van a meter en la cárcel para siempre por vuestra sed de sangre!

—Si quieres llegar a ser alguien en la vida, de vez en cuando hay que mancharse las manos colega —dijo Rober—. No pienso ayudarte más. La próxima vez debes ser tú el que acometa los deseos de este ‒musitó mirando al muñeco.

—¡Joder! —gritó Trevor. Después vomitó entre temblores y se limpió asqueado la boca con la manga de su cazadora—. No habrá una segunda vez.

—Descuida. La habrá.

—Creo que el muñeco tiene razón Trevor —apuntilló con sorna Rober.

—¡Tú cállate! ¡Ya tengo bastante con uno para que seáis dos los que me llevéis a acometer todas estas locuras! ¡Vamos a ir a la puta cárcel!

—No te confundas hijo. Yo solo soy un muñeco de ventriloquía.

—Y yo un mero espectador —dijo Rober.

—Malditos hijos de puta. No pienso comerme este marrón solo. Si yo caigo vosotros también.

—Si confiesas solo conseguirás una camisa de fuerza hijo —dijo el muñeco con esa potente  y demoledora voz oscura.

Después de aquello todo cambió. Nadie se hizo preguntas alrededor del aspirante Spencer, ni siquiera Corina. Dos semanas después y a pesar de las reticencias de sus padres, Trevor se convirtió en el nuevo J.R.Conrad.

El circo crecía cada vez más y como en su día vaticinó la posesión de aquella noche de ánimas, Trevor fue la estrella principal del espectáculo. Corina se rindió ante su éxito y apenas tuvo que conquistarla. Todo iba de maravilla…pero la felicidad es como la lluvia, no es eterna.

Marisa y Jack, los padres de nuestro protagonista temían por la vida de su hijo. En cada actuación notaban como la personalidad de su hijo se volvía cada vez más huraña, egocéntrica y de un narcicismo que solo era aplacado por el amor de su querida trapecista. No escuchaba a sus padres. Sus consejos eran veneno para él.

Como si de una maldición se tratara, la vieja superstición del dueño del circo, el señor Steven, se llevó a cabo aquella semana de invierno del 2000. «El circo de los prodigios» pisaba por segunda vez una región. Las Hurdes españolas. Ese día todo cambió para siempre.

La mañana estaba cubierta de un halo grisáceo. El viento parecía competir con los escasos rayos del sol por ser el protagonista del día y el frío dejaba los cristales empañados como una copa de hielo. Trevor se levantó esa mañana con energías renovadas, sentía que estaba en casa. A pesar de los intentos de su inseparable muñeco, esa mañana se fue solo a desayunar. Quería estar a solas con Corina.

—Michael, ¿sabes dónde esta Corina? —preguntó al hombre forzudo que levantaba unas mancuernas apoyado sobre uno de los bancos del comedor de los artistas.

—No hijo. Pregunta a Peter. Hace un rato estuvo hablando con él.

Peter el cuidador de los animales le dijo que estaba con su madre. La «suegra» de Trevor empezaba a notar por la edad los excesos de la vida nómada de la gran familia circense. Así fue como el famoso ventrílocuo dejó el tiempo suficiente a solas a su viejo muñeco.

—¡Hola! Hijo, ¿estás ahí?

Jack entraba en la nueva caravana de Trevor. La estrella del circo tenía un lujoso rincón, con muebles nuevos de color provenzal y todo tapizado de color rojo. El suelo de madera crujía a cada paso lento del lanzador de cuchillos. Con la mirada escrutaba cada rincón de aquel desorden donde dormía su hijo y al fondo en la cama, vio a su objetivo.

—Pasa —dijo una voz oscura de repente—. Sé que vienes a por mí. No te servirá de nada. Tu hijo y yo ya somos solo uno ‒sentenció el muñeco con una leve risa.

Jack le hizo caso y avanzó hacia el fondo de la estancia. Aquel ser horrendo e inerte lo miraba fijamente. Horas antes junto a su mujer y su nuera hablaron sobre Trevor y decidieron que ya era hora de deshacerse de aquel muñeco. El matrimonio no le contó a la joven novia los verdaderos motivos, solo justificaron el hecho con la idea de dar una mejor herramienta de trabajo a su hijo.

—Sé que eres tú. Lo supe desde el día que te presentaste a través de mi hijo. Él no habla por ti, eres tú el que lo hace por él. ¿Verdad viejo Conrad?

—Eres muy listo, querido amigo. O debo decir: mi querido asesino.

—Tuvimos que hacerlo J.R. Sabías también como yo que no íbamos a dejar a nuestro hijo a merced de asuntos sociales y mucho menos después de que esos niñatos le robaran la honra a mi mujer con aquella violación.

—Jamás dije que hicierais mal. Sin embargo, no me dejasteis ninguna opción. Ahora seré yo el que os la devuelva.

—¿Devolver? ¿De qué diablos hablas? Y sobre todo ¿Cómo cojones has conseguido meterte dentro de ese puto muñeco tan feo?

—¿No has visto ninguna película de Chuky? —dijo el muñeco con aquella mirada inerte—. La posesión es uno de los temas que más me apasionaron a lo largo de los años. Con el circo tuve la posibilidad de viajar por el mundo y conocer culturas chamánicas, magia negra y sobre todo la posesión de otros cuerpos. Te preguntarás cómo es posible, siendo esto un cuerpo de madera, sin huesos ni carne. Este muñeco al que tanto amé es solo un conducto hasta tu hijo. Pronto será mío, y con él, me vengaré de vosotros.

—No si antes te echo a la hoguera, maldito demonio —susurró Jack mientras se acercaba violentamente hacia el muñeco y lo cogía de uno de sus brazos de trapo.

—Suéltame estúpido bastardo. ¿Quieres que muera alguien más? ¿Marisa tal vez?

—Si le haces algo a mi mujer…

—No harás nada. Si desaparezco sabes lo que hará tu hijo. Soy su talismán. Sin mí él no es nada y lo sabes.

En ese instante y antes de salir por la puerta de la caravana apareció Rober, el amigo de Trevor.

—¿Qué haces con el muñeco de Trevor?

—Hijo, yo solo quería ayudar…

Sin tiempo a terminar la frase por culpa de una extensa raja en la garganta, Jack cayó al suelo intentando tapar el corte y la incesante cascada roja que imitaba el color del interior de la estancia. Rober se quedó paralizado, disfrutando de su acto de liberación. Matar era placentero. Cogió al muñeco y ambos se quedaron mirando con los ojos muy abiertos como el lanzador de cuchillos perdía la vida poco a poco entre estertores burbujeantes. Ironías de la vida. Asesinado por una de sus herramientas de trabajo.

Rober soltó el arma blanca y con el viejo Conrad en brazos se fue en busca de la madre de Trevor. La única pata que cojeaba en aquella «mesa familiar».

—Terminemos lo que empezamos.

—Corina, ¿has visto a mi hijo Trevor? —preguntó Marisa a su futura nuera que salía de la enfermería donde estaba siendo atendida su madre.

—No Marisa. Le dije que estaría aquí todo el día. El cáncer de hígado de mamá avanza sin remedio y cada vez tiene menos fuerzas para valerse por sí misma.

—Perdonad por entrometerme —dijo de repente Clarice, la pitonisa—. Hace un rato vi a tu hijo preguntando por ti. Estaba como ido e iba con aquel muñeco suyo que tantos éxitos le ha dado.

—Gracias Clarice —dijo Marisa cogiéndole las manos en señal de gratitud.

Espera. Voy contigo.

—No Corina. Quédate con tu madre. Pase lo que pase te mantendré informada.

Marisa se pateó todo el recinto sin dejar resquicio alguno. Solo quedaba un lugar. La caravana de Trevor. Llamó a la puerta tres veces, dentro se escuchaba un leve gemido, como si alguien estuviera llorando. Viendo que su hijo no contestaba entró sin más, y al abrir la puerta la bofetada que le dio en la cara un olor nauseabundo, hizo que se tapara la nariz y la boca al instante. Cuando puso un pie dentro lo que vio la dejó en shock, no pudo ni gritar. Unas arcadas corrieron por su garganta como las burbujas en una botella de champan. Sobre el suelo yacía su marido. Degollado e impregnado de lo que parecía ser los excrementos de los animales del circo y con plumas por encima. Levantó la cabeza y al fondo de la caravana vio a Trevor sentado y con las manos en la cabeza tapando sus oídos, se balanceaba sin control y emitía aquel sonido que ella escuchó desde fuera. Estaba llorando y entre susurros se le escuchaba decir: «No puedo, no puedo hacerlo». A su lado, aquel miserable muñeco de pelo pintado y ojos redondos como la luna llena.

—Puedes y lo harás —dijo de repente su propio hijo, pero con otra voz. Una voz que le era familiar a Marisa.

Trevor se puso de pie y dejó ver sobre su mano derecha un cuchillo. Un machete ensangrentado, como el que el difunto Jack utilizó para cortarle el cuello a aquel joven que abusó de ella. «¡Eso era! ¡Maldita sea! Aquella voz era la de aquel tal Chus —pensó». Aunque, era imposible, ya que aquel chico estaba muerto y al que tenía delante era su hijo.

—Hola señora barbuda. ¿Se acuerda de mí? —preguntó este con una sonrisa de oreja a oreja.

«No, Dios mío. Es imposible. ¿Cómo demonios puede ser él? —se preguntaba una y otra vez»

—Si. Ya lo sé. Yo tampoco me lo explico, pero es así. Desde que me mató este cerdo —dijo el joven dando una patada al cuerpo inerte de Jack, mientras varias plumas saltaban por el aire—, he vagado por este circo durante años. Intentando meterme dentro del cuerpo de mi hijo….

—¿Qué cojones..?

—¡Ah claro! No lo sabes. Trevor es hijo mío, Marisa. Por mucho que tu maridito lo intentara aquella noche, yo llegué antes. Deberíais haberlo comprobado. Como decía, intenté durante cinco años hacerme con el alma de nuestro hijo y por fin, aquella noche gallega en la que Trevor vio a los espíritus del bosque y a la Santa Compaña hizo acto de presencia la clarividencia, pude entrar en su cuerpo como un leve hilo conductor entre este mundo y el otro. El viejo Conrad prefirió entrar en su muñeco. Ya sabes, era y es un viejo nostálgico.

—Hola Marisa, ¿qué tal estas? —espetó el muñeco con aquella voz que martilleaba su cabeza en cada actuación de Trevor—. Es un placer volver a verte. Quizás con suerte nos veamos pronto en el más allá.

Una risa gutural invadió la estancia y el terror que sintió la mujer barbuda en ese instante hizo que todos sus esfínteres se abrieran como una amapola. Estaba delante de su final. Veía el cuerpo de su hijo en manos de otro, como si irónicamente él fuera ahora un muñeco de ventriloquía manejado por el ente de su padre. Durante años aquel espíritu moldeó a Trevor a su antojo, como si fuera su consciencia, su Pepito Grillo. Así fue como Marisa se dio cuenta de que los delirios que de vez en cuando tenía su hijo hablando con aquel amigo imaginario llamado Rober eran más reales de lo que ella pensaba, aquel amigo no era otro que Chus. Su verdadero padre.

Cerró los ojos. Cayó al suelo junto a su marido y suplicó por su vida. Intentando encontrar un resquicio del alma de su hijo en aquella posesión infernal, pero fue inútil. Un golpe seco con el mango del machete, el mismo golpe que le dio años atrás el joven Chus, hizo que Marisa cayera definitivamente sobre el cuerpo de su esposo y ante la atenta mirada sardónica del muñeco poseído por el viejo Conrad. Chus acometió su venganza asestando una, dos, tres y hasta un total de treinta puñaladas sobre la espalda de la mujer barbuda. Vociferando gritos de placer y lanzando esputos por la boca en señal de disfrute. Todo se fundió en negro, y en rojo se tiñó aún más las paredes de la caravana, los muebles y la cara de un Trevor descontrolado, llevado por la furia de su padre.

Cuando sacó el machete por última vez del cuerpo de su madre fue cuando se dio cuenta de lo que había hecho. Pepito Grillo se había ido. Soltó el cuchillo. Gritó al ver los cuerpos de sus padres ensangrentados y a él mismo bañado por la sangre de ambos. Tiró el arma lejos y antes de que pudiera articular una sola palabra, una voz tenebrosa se hizo con todos sus sentidos.

—Siento que hayas tenido que ser tú el instrumento de nuestra venganza chico, pero tu padre y yo fuimos víctimas de la locura de dos seres que no tenían conciencia. Tú has llegado a tener hasta dos.

Mirando fijamente a aquel horrendo muñeco, los ojos acuosos de Trevor se convirtieron en sus palabras. Mudo, intentando armar las piezas de aquel rompecabezas de sangre, se sentó sobre el suelo y empezó a tararear una canción de cuna, ido completamente. El joven había perdido la razón.

Diez minutos más tarde, fue hallado por Corina en la misma posición y susurrando las mismas palabras una y otra vez: «Pepito Grillo me obligó a hacerlo, Pepito Grillo me obligó a hacerlo».

Trevor terminó encerrado en un psiquiátrico. No se le pudo tomar declaración. Desde aquel día no volvió a decir palabra alguna. Hoy día «El circo de los prodigios» es historia y yo sigo aquí en la estantería de este bazar con la esperanza de que en una próxima subasta encuentre a mi nuevo Pinocho.

J.R.Conrad

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